Aunque no sabía si le gustaban, le dio un chicle. Chicle debían gustarle, porque se lo metió en la boca y sonrióse. Sonrióse Lebro y el Guadiana. Gua di —Ana—, porque has metido la canica en el agujero. Agujero le llamaban, porque fabricaba agujas para hacer media. Medía cada una, en centímetros, unos sesenta. Se sentaba, después de cenar, a la puerta de su casa. Casada con un jornalero, no le daba el dinero para ir a tomar café al bar. Bart le hacía mucha gracia, pero admiraba a Lisa. Alisa en el País de las Maravillas. Villas para pasar temporadas de descanso o recreo. Creo, pero no estoy seguro. Seguro de Vida. Debidamente contratado, por lo que pueda pasar en adelante. Adelante dando los intermitentes y con prudencia, que es virtud cardinal. Cardinal o fundamental. Funda mental, para proteger el cerebro de ajenas opiniones. O piñones, o también sirven avellanas. Ave llana es un pájaro sencillo y nada presumido. Nada presumido porque se desplaza en el agua habiéndose previamente sumergido. Sumergido quiso llamar a su hijo, pero el cura se empeñó en que tendría que ser Gumersindo. Gumersindo le pareció un nombre más propio para un árbol de la familia de las papilionáceas, por lo que prefirió ponerle María. María tampoco le dejaron, porque era nombre de chica. Pues si María no, Mariano. Mariano en la pila bautismal y el Registro, pero Sumer para la familia y amigos.
Cita del día
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CITA DEL DÍA: «Existen dos maneras de ser feliz en esta vida: una es hacerse el idiota y la otra serlo» (Sigmund Freud).
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jueves, 27 de diciembre de 2018
Sumer para los amigos
REEDICIÓN (edición: 06/06/2014)
Cada uno es muy libre de pensar que me estoy yendo de cabeza.
sábado, 22 de diciembre de 2018
lunes, 17 de diciembre de 2018
Prioridades
REEDICIÓN (edición: 09/02/2014)
Comentaba hace unas semanas en su blog el amigo Rafa la noticia de un gachó al que le había dado, sin meterse con nadie, por salir a la calle en pelota picada. Con la que está cayendo, parecía ser que bastantes personas no sabían encontrar a su alrededor escándalo más grave que ese.
Salvo los precios e impuestos
no hay nada que aquí no baje.
El que antes tenía un sueldo
ahora tiene un recortable,
si no ha pasado a engrosar
esa cola espeluznante
que no hace tanto era corta
y ahora ya llega hasta el hambre.
Estando muchas familias
sin un miembro que trabaje,
la juventud emigrando
a buscar quien la contrate,
los políticos robando
con descaro alucinante,
los asesinos, absueltos,
paseando por la calle...
resulta que porque un tío,
no metiéndose con nadie,
se sale a dar un garbeo
con sus vergüenzas al aire,
hay gente escandalizada
pidiendo para él la cárcel.
¿Se nos jodió el aparato
para medir lo que es grave
o elegimos con el culo
lo de las prioridades?
miércoles, 12 de diciembre de 2018
El patito raro (cuento)
REEDICIÓN (edición: 16/06/2013)
Estaba la mamá pata
que en su gozo no cabía
viendo a sus nuevos patitos
que del cascarón salían.
Los alazos y ovaciones
que orgullosa recibía
tornáronse en
pitorreo
cuando
el último nacía,
al
comprobar que a los otros
en poco se parecía
y por no hablar cuatellano
algo extranjero decía
con una voz atiplada
por la que se ganaría
el mote de paticona
en
toda la galería.
"No
te apures, hijo mío,
que
aquí hay mucha tontería.
Te amo
como a tus hermanos,
y más
lo haré todavía
si el
día en que se celebre
vuestro
bautismo en la ría
eres
capaz de mostrarnos,
nadando,
tu patería".
El tiempo fue transcurriendo
y esa fecha llegaría
en que el primer capucete
en la charca se darían.
Mientras los demás, ansiosos,
esperaban
la salida
para meterse en el agua
rebosantes de alegría,
nuestro pequeño patito
su hidrofobia descubría
con una infinita angustia
que moverse le impedía.
La mirada de su madre
tanta presión transmitía
que por no decepcionarla
se arrojó con osadía.
A la mañana siguiente
alguien se preguntaría:
"¿Qué
hace un pollo de gallina
ahogado junto a la orilla?".
Amores mal entendidos.
Exigencia desmedida.
Xenófoba intransigencia,
que ha sentenciado otra vida.
viernes, 7 de diciembre de 2018
Los listos de siempre
REEDICIÓN (edición: 27/05/2013)
Dijeron que con vacunas
nuestra vida peligraba
y que con los rayos X
la ciencia nos estafaba.
Que donde hubiese un caballo
el coche nada pintaba
y que habiendo mensajeros
el teléfono sobraba.
Que el invento de la tele
a la radio apuntillaba
y que de la caja tonta
la gente pronto se hartaba.
Que al ordenador de Houston
con 100 megas le bastaba
y que una computadora
en un hogar no encajaba.
Con el efecto 2000
el siglo mal empezaba
y al final quedó la cosa
tal y como antes estaba.
Desde que han vaticinado
que este Planeta se acaba
pasando grandes calores
y faltándonos el agua,
tenemos embalses llenos
y primaveras nevadas.
A ver, no nos engañemos,
personas muy preparadas
nos dicen desde hace tiempo
personas muy preparadas
nos dicen desde hace tiempo
que hacemos muchas burradas.
Siguiendo sus instrucciones
deberíamos evitarlas,
mas no por los argumentos
de algunos tontos del haba
que aleccionan sin tener
ni puta idea de nada.
domingo, 2 de diciembre de 2018
Las putas siglas
REEDICIÓN (edición: 29/04/2013)
El otro día la amiga Moneypenny nos
hizo reír con su personal interpretación de las siglas y sus cabreos con lo que
hay montado tras muchas de ellas. Yo no voy a profundizar tanto.
Ha aterrizado un PNN,
que da clases en la UNED,
en la APA de mi IES
a hablarles de la FP.
Con un equipo de HIFI,
ayudado de un PC
en el que ha metido un disco,
que él llamaba DVD
(aunque los más entendidos
han dicho que era un CD),
se ha enrollado con las PYMEs,
las OPAs, el IPC,
la TAE, el IBEX, el MIBOR,
el IVA y el PVP.
Sobre esto de hablar con siglas,
a poder ser del inglés,
no sé qué opina la RAE;
lo que yo pienso sí sé:
que estoy hasta las pelotas,
o EHLP.
sábado, 24 de noviembre de 2018
Ha nacido mi chiquitín
En la clínica Editorial Círculo Rojo, ha venido al mundo mi chiquitín. Todo se ha desarrollado con la tranquilidad de quien se siente acompañado por unas manos expertas. Con la emoción propia de un padre (casi abuelo) primerizo, lo he cogido entre mis brazos, mirado y remirado, sonreído, besado, abrazado, olido… El próximo día 29 será bautizado en la Librería Central de mi ciudad (Zaragoza) con el nombre de Diccionario en tono de humor, como no podía ser de otra manera. Mi primo Fernando García Vicente —Justicia de Aragón desde 1998 hasta hace unos meses— será su inmejorable padrino.
La gestación ha sido larga. Hace casi cuarenta años cayeron en él sus primeras palabras, pero fue a partir de 2012 —tras 25 años de dormir en un cajón— cuando cogió el impulso definitivo. Fue su aparición en esta Bitácora de Macondo y sobre todo la generosa acogida por parte de todos vosotros —sus seguidores— los que me envalentonaron para seguir incorporando definiciones, hasta las más de 1200 que recoge.
Sin vosotros —los que seguís acompañándome y los que habéis dejado la blogosfera— no hubiera sido posible cumplir este sueño.
Muchísimas gracias.
La gestación ha sido larga. Hace casi cuarenta años cayeron en él sus primeras palabras, pero fue a partir de 2012 —tras 25 años de dormir en un cajón— cuando cogió el impulso definitivo. Fue su aparición en esta Bitácora de Macondo y sobre todo la generosa acogida por parte de todos vosotros —sus seguidores— los que me envalentonaron para seguir incorporando definiciones, hasta las más de 1200 que recoge.
Sin vosotros —los que seguís acompañándome y los que habéis dejado la blogosfera— no hubiera sido posible cumplir este sueño.
Muchísimas gracias.
El libro ha aparecido en las versiones de papel y electrónica (ebook). Se encuentra en las principales distribuidoras (Amazon, Logista, etc.), por lo que debe poder ser localizado desde cualquier lugar del mundo.
martes, 20 de noviembre de 2018
Zeppo
REEDICIÓN (edición: 30/01/2013)
Zeppo supuso un salto de calidad en la larga
tradición de perros fox terrier en mi familia. Tenía hasta papeles. Pero él no
lo sabía. O no le daba importancia, porque trataba a los otros de igual a
igual. Siempre fue muy llano. Era de natural tranquilo, pero si había que reñir
se reñía sin mirar la alcurnia del rival. Ni el tamaño. Recuerdo al sorprendido Hans, un dogo alemán, cuando
se vio atacado por el pequeño. Se limitó a gruñirle para ver si recapacitaba y
se daba cuenta de que el enfrentamiento iba a resultar desigual. Pero Zeppín cuando
se ponía tozudo era como Juanico, el de la petaca del cura. No era fácil de convencer.
Pudimos llegar a tiempo de impedir el desaguisado.
Nunca fue demasiado cariñoso. Lo justo. Si le hacías alguna caricia te la agradecía educadamente moviendo levemente el rabo, pero si no te acercabas a él tampoco te buscaba. Lo del adiestramiento no lo llevaba bien. Ni mucho, ni poco. No le hacía ilusión eso de que quisieras enseñarle a sentarse y a echarse cuando se lo ordenaras. No le encontraba sentido. Prefería hacerlo cuando él lo consideraba oportuno. Y así lo hizo siempre. Ruja decía que cuando le mandaba alguna cosa se lo quedaba mirando como diciéndole “tócame el haba”. Y si lo decía Ruja sería verdad, porque conocía y quería a los perros como nadie. Como nadie y como mi primo Ricardo. Creo que fue con quien Zeppo hizo siempre mejores migas. Cuando nos dio por echar unas manos de póquer después de cenar, se lo ponía sobre sus rodillas. La cosa duró hasta que el animal, según mi primo, aprendió las reglas del juego y no podía evitar alterarse cuando veía que le había entrado jugada.
Mi abuelo siempre lo comentaba, hablando del instinto. Lo más parecido a un zorro que había visto en su vida la Tuca, primera fox terrier que hubo en casa, era una butaca de teatro, hábitat natural de su anterior dueña. Sin embargo la primera vez que sintió el olor de la raposa en un cado se le erizó el pelo y se fue a por ella, como impulsada por la voz de los genes. Lo mismo le sucedió a Zeppo cuando todavía era una bola de algodón. Hubo que frenarlo para que pudiera llegar a adulto. Para que tuviera tiempo de disfrutar la vida. Para que su simiente cumpliera el objetivo de fecundar. Esa fue su segunda afición. O la primera. A pesar de su cojera, que le impedía efectuar el asalto a la hembra con naturalidad. Un puto tractorista le había dejado una pata chula para los restos en una desafortunada maniobra. Pero la ilusión por el folleteo le quedó intacta y su problema podía ser perfectamente subsanado con la ayuda de un buen mamporrero.
Y ésta es, a grandes rasgos, la historia de Zeppo. Independiente donde los haya. Con una personalidad muy acusada. Parco en el reparto y austero en la necesidad de cariño. Poco dado en definitiva a los alardes afectivos, pero con una más que demostrada fidelidad en los momentos importantes. No es por casualidad que, muchos años después, todos sigamos recordándolo con una emoción muy especial.
Nunca fue demasiado cariñoso. Lo justo. Si le hacías alguna caricia te la agradecía educadamente moviendo levemente el rabo, pero si no te acercabas a él tampoco te buscaba. Lo del adiestramiento no lo llevaba bien. Ni mucho, ni poco. No le hacía ilusión eso de que quisieras enseñarle a sentarse y a echarse cuando se lo ordenaras. No le encontraba sentido. Prefería hacerlo cuando él lo consideraba oportuno. Y así lo hizo siempre. Ruja decía que cuando le mandaba alguna cosa se lo quedaba mirando como diciéndole “tócame el haba”. Y si lo decía Ruja sería verdad, porque conocía y quería a los perros como nadie. Como nadie y como mi primo Ricardo. Creo que fue con quien Zeppo hizo siempre mejores migas. Cuando nos dio por echar unas manos de póquer después de cenar, se lo ponía sobre sus rodillas. La cosa duró hasta que el animal, según mi primo, aprendió las reglas del juego y no podía evitar alterarse cuando veía que le había entrado jugada.
Mi abuelo siempre lo comentaba, hablando del instinto. Lo más parecido a un zorro que había visto en su vida la Tuca, primera fox terrier que hubo en casa, era una butaca de teatro, hábitat natural de su anterior dueña. Sin embargo la primera vez que sintió el olor de la raposa en un cado se le erizó el pelo y se fue a por ella, como impulsada por la voz de los genes. Lo mismo le sucedió a Zeppo cuando todavía era una bola de algodón. Hubo que frenarlo para que pudiera llegar a adulto. Para que tuviera tiempo de disfrutar la vida. Para que su simiente cumpliera el objetivo de fecundar. Esa fue su segunda afición. O la primera. A pesar de su cojera, que le impedía efectuar el asalto a la hembra con naturalidad. Un puto tractorista le había dejado una pata chula para los restos en una desafortunada maniobra. Pero la ilusión por el folleteo le quedó intacta y su problema podía ser perfectamente subsanado con la ayuda de un buen mamporrero.
Y ésta es, a grandes rasgos, la historia de Zeppo. Independiente donde los haya. Con una personalidad muy acusada. Parco en el reparto y austero en la necesidad de cariño. Poco dado en definitiva a los alardes afectivos, pero con una más que demostrada fidelidad en los momentos importantes. No es por casualidad que, muchos años después, todos sigamos recordándolo con una emoción muy especial.
jueves, 15 de noviembre de 2018
Las Tucas y los tucos
REEDICIÓN (edición: 21/01/2013)
La Tuca debió ser el primer ejemplar de fox terrier que se conoció en aquella
zona de Los Monegros. Tanto es así que, transcurrido casi un siglo, todavía hay
mucha gente de por allí que llama “tucos” a los perros de esa raza. Se la
compró mi abuelo a una actriz de teatro. Por aquél entonces el hermano pequeño
de mi padre debía tener unos dos años. La primera noche mi abuela tuvo
verdaderos problemas para dar una vuelta por el niño. La Tuca se había
instalado a los pies de su cuna y no permitía que nadie se acercase a él.
Parece ser que su anterior dueña tenía un hijo de una edad similar y la perra
había sido la responsable de su custodia mientras ella estaba trabajando. Al
llegar a casa de mis abuelos había asumido el
cambio de niño, pero no el de madre.
La segunda Tuca que me consta, hija o nieta de aquélla, fue regalada de cachorro por mi padre a mi madre. Eran todavía novios. Mi abuela materna la aceptó con la condición de que sería devuelta en cuanto creara cualquier problema. Era raro el día que no hacia alguna travesura, pero mi madre se las tapaba como podía. Dicen que la falda de la mesa camilla, que empezó teniendo algunas flores de adorno, terminó siendo un auténtico prado de margaritas. Cada dentellada de la perra era disimulada primorosamente con el ganchillo. Sin embargo debió hacer alguna más gorda que no se pudo ocultar porque, con gran dolor por parte de su dueña, mi abuela cumplió su amenaza y la Tuca volvió a casa de mis abuelos paternos. Unos años después, ya casados mis padres, en la primera visita de mi madre a casa de sus suegros observó sorprendida que un perro enloquecía de alegría con su presencia. La Tuca había cambiado mucho para ella, pero ella sí que había sido reconocida por la Tuca.
Ya no éramos unos niños cuando nació la tercera Tuca de la que voy a hablar. Se la regalaron a uno de mis hermanos y conservó la tradición de ponerle ese nombre. Acababa de ser destetada y era demasiado pequeña para mandarla al monte. Queríamos tenerla en Zaragoza hasta las siguientes vacaciones. Mi madre siempre nos había advertido que no le gustaba tener perros en casa, porque les cogía mucho cariño y todo le parecía poco para ellos. Cuando la vio, tan frágil y tan bonita, no fue capaz de dejarla desamparada. Cumplió a rajatabla con lo que había dicho. La convirtió en la reina de la familia. Nos sorprendió un día diciendo con mucha alegría que había descubierto que los riñones no le gustaban ni muy hechos, ni demasiado crudos, sino vuelta y vuelta por la sartén. Eso quería decir en primer lugar que le daba riñones para comer y después que analizaba sus gustos hasta ese punto. Llegamos a temer por la posibilidad de tener que salir nosotros de casa si la Tuca necesitaba nuestro espacio, pero afortunadamente llegaron las vacaciones, la perra se fue a su casa definitiva y las aguas volvieron a su cauce.
sábado, 10 de noviembre de 2018
Parábola del banquero pródigo
REEDICIÓN (edición: 05/11/2012)
Había
una vez un hombre, de nombre cambiante pero actuaciones similares, que tenía
dos hijos. El mayor y predilecto muy bien podría llamarse Rodrigo y al menor le encajaba
perfectamente Inocencio. A pesar de llevar una vida regalada —o precisamente
por eso—, porque su padre era rico y lo tenía muy contemplado, el primogénito
decidió un día marcharse de casa pidiendo
la parte de la herencia que le correspondía. Con gran dolor de su
corazón, el hombre accedió. Pocos días después Rodrigo se marchó y se estableció
por su cuenta, dedicándose a ofrecer préstamos hipotecarios para tratar de
aprovechar el boom inmobiliario. Cuando hubo gastado todo el dinero, sobrevino
una crisis —que al principio se llamó reajuste— y empezó a pasar necesidad.
Pensaba con envidia en los súbditos de su padre, que tenían pan en abundancia
mientras él apenas podía comer. Decidió levantarse, ir a él y decirle: “Padre,
pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo. Trátame
como a uno de tus putos vasallos". Y así lo hizo. Estando todavía lejos le
vio su progenitor, corrió hacia él, se echó a su cuello y le besó efusivamente.
No dejándole siquiera iniciar la frase que llevaba preparada, dijo a sus
siervos: “Traed aprisa un Giorgio Armani y vestidle, ponedle un diamante en el
dedo y unos Louis Vuitton en los pies. Matad el novillo cebado, comamos y
celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha resucitado;
estaba perdido y ha sido hallado”. Y comenzó
la celebración. El hijo menor oyó el jolgorio al regresar a casa del
trabajo y preguntó el motivo a uno de los criados. Como no le convenció la explicación, no quería unirse al
festejo. Salió su padre a suplicarle y él le respondió: “Hace años que te sirvo
sin rechistar. Jamás he dejado de
cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para hacer una
comida con mis amigos; sin embargo ahora viene ese hijo tuyo que ha dilapidado
tu patrimonio y matas en su honor el novillo cebado”. El hombre le respondió:
“Hijo, tú siempre has estado conmigo y todo lo mío es tuyo. Me has tenido a tu
disposición para obedecerme, votarme y pagar los impuestos que te he exigido.
Tu hermano, por el contrario, estaba muerto y ha resucitado; estaba perdido y
ha sido hallado”.
A
partir de ese día el padre fue vendiendo una buena parte de la hacienda que le
quedaba para dejar libre de deudas a Rodrigo. La economía del lugar se resintió
y subió los impuestos para poder
subsistir. Inocencio se quedó sin trabajo, por lo que no pudo seguir pagando la
hipoteca de su casa y lo echaron con su
familia a la puta calle.
lunes, 5 de noviembre de 2018
Mi fiel amiga la radio
REEDICIÓN (edición: 29/10/2012)
Desde
niño me sedujo su funcionamiento. La magia de que pudiera llegar a un aparato
que tenías en casa, sin cables de por medio, por obra y gracia de las ondas, la
voz de alguien que estaba muy lejos.
Creo
que fue Matilde Perico y Periquín el
primer programa que seguí con una cierta asiduidad. Recuerdo también que en las
Navidades estaba Pinzón, un pájaro
hijo de puta que se chivaba a los Reyes Magos de las cosas malas que hacían los
niños para que les dejaran carbón. Fueron mis primeros pasos, pero entonces
todavía no llegué a engancharme.
Dependía de una radio ubicada en el cuarto de estar, que no estaba vedado a los
peques pero era más territorio de adultos.
La
aplicación de las pilas iba a ser muy importante para su expansión. Yo lo
descubrí a través del transistor de tía Pilarín, la maestra, que venía a pasar
con nosotros unos días de sus vacaciones. Ya no tenías que ir tú a la radio,
sino que era la radio la que te acompañaba allá donde fueras. A la sombra de un
tamarindo, con todos los sobrinos alrededor, esperando entre canciones que
llegara el extracto de La ciudad no es
para mí, de Paco Martínez Soria. Desde entonces tuve la certeza de que ese
invento iba a aportarme muchos momentos de compañía en mi vida.
Todavía
tendría que producirse un abaratamiento en el precio para que la nueva radio
pudiera alcanzar definitivamente su popularización. Un transistor no era
entonces un aparato asequible al bolsillo de unos Reyes Magos que tenían que
comprar juguetes para seis hermanos más. Ni se me ocurrió pedirlo todavía. Sin
embargo me habló mi padre de la radio galena y esos fueron mis primeros pinitos
con un aparato en propiedad. Un cable a tierra a través del radiador y otro de
antena al jergón de la cama, que ampliaba haciéndola extensiva a los de mis dos
hermanos que dormían a mi derecha. Unos auriculares me permitían escuchar
relativamente bien una emisora. Pero la
ilusión duró el tiempo que me llevó asumir el misterio, porque el sistema
resultaba bastante incómodo.
Con
el paso del tiempo los
precios fueron bajando. Me consta
sin embargo que aquél año los Reyes,
conscientes de lo que para mí significaba, hicieron un esfuerzo. Tenía quince
años cuando estrené mi primer
transistor, un Lavis rojo con funda de plástico negra. Creo que ha sido el regalo
más deseado de cuantos me han hecho en
mi vida. Desde entonces no me he separado de la radio.
La
televisión ya llevaba unos años
funcionando y enseguida salieron los agoreros, empeñados en darle la extremaunción
al aparato del que sólo salían sonidos. Mientras tanto la radio se hacía
accesible a más bolsillos y se iba ubicando en más lugares. El invento de las
imágenes requería atención en exclusiva, mientras que el de los sonidos era
compatible con casi todas las actividades de la vida.
El
tiempo ha dado la razón a quienes decían que había mercado para ambas. La proliferación de emisoras y
canales es la prueba más concluyente.
Sin embargo la evolución de una y otra ha sido, a mi modo de ver, totalmente contrapuesta.
Mientras la competencia ha sido el acicate que ha impulsado a las radios a
mejorar la calidad, las televisiones han optado por igualarse en la
mediocridad.
Larga
vida para la radio, mi fiel e
inseparable amiga.
miércoles, 31 de octubre de 2018
La corneja Ruperta
REEDICIÓN (edición: 18/10/2012)
Seguramente
hubiera llegado su madre a darle de comer, pero nosotros la vimos hambrienta en
el nido y decidimos adoptarla. Fue la mascota más original de cuantas tuvimos
mis hermanos y yo en aquellos primeros años de nuestras vidas.
Nos
informamos sobre la forma en que podíamos alimentarla y nuestros desvelos
resultaron eficaces. Fue creciendo en tamaño y sabiduría. Se hizo tan fiel
compañera como lo eran los propios perros. Incluso éstos se acostumbraron a
verla como una más del grupo. Unos ratos andando y otros con pequeños vuelos
para recuperar el terreno perdido, nos acompañaba en todas nuestras andanzas.
Solamente había que tomar dos precauciones: una porque le volvían loca los
objetos brillantes y la otra por sus manifestaciones de cariño.
Si
se te caía un llavero o cualquier otro objeto que brillase y no estabas atento
para recogerlo enseguida, se te adelantaba con unos reflejos increíbles y se lo
llevaba volando al tejado más próximo. Desde allí te miraba orgullosa con su
trofeo en el pico y juraría que se reía para sus adentros cuando le mentabas a
sus muertos. Había que esperar a que se cansase del juego, vigilando por si
cambiaba de sitio. Si tenías la suerte de que dejaba caer el objeto al suelo lo
recogías, pero si no había que ir a hacerse con una escalera.
Le
encantaba posarse sobre tu hombro y a ti que lo hiciera. El único problema era
que cuando le entraba un apretón afectivo quería demostrártelo picoteando tu
oreja. Como el pico de las cornejas es muy consistente, en alguna ocasión
terminabas con el recuerdo de un punto de sangre.
Nunca
se me hubiera ocurrido pensar que un animal pudiera tener sentido del humor o
le gustase hacer bromas. Lo más parecido a eso lo observé frecuentemente en
Ruperta. Ya tenía conocimiento de la facilidad de los córvidos para imitar
sonidos, pero pude comprobarlo cuando la oí ladrar. Poniéndose a buen recaudo
en el
tejado de las perreras, vacilaba a los perros intercambiando ladridos
con ellos. Se convirtió en una de sus aficiones favoritas, porque se daba
cuenta de que los sacaba de sus casillas.
Jamás
sintió curiosidad por las bandadas de sus congéneres, a pesar de que una de
ellas —curiosamente capitaneada por un ejemplar albino— frecuentaba nuestros
alrededores.
Al
principio estuvimos preocupados por su futuro cuando se nos terminaran las
vacaciones. Aunque se había acostumbrado a comer invertebrados y granos del
suelo, como cualquier otro representante de su especie, lo cierto es que
nosotros estábamos pendientes de que no le faltara de nada. Además se había
vuelto demasiado confiada y hacía buenas migas con el primero que llegaba. Al
final el problema lo solucionó ella sola, haciendo cambiar de opinión a los que
empezaron viéndola como un siniestro pájaro negro y terminaron con el corazón
conquistado por su simpatía. Quienes vivían allí todo el año asumieron
encantados su cuidado en nuestra ausencia.
Un
día desapareció y no volvimos a saber de ella. Antes de hacernos a la idea de
que un hipotético cazador de gatillo sensible y presas fáciles hubiese podido
acabar con su vida, preferimos pensar que había sido llamada por la Madre
Naturaleza y un apuesto cornejo se
había cruzado en su camino.
viernes, 26 de octubre de 2018
Donantes de vida
REEDICIÓN (edición: 06/09/2012)
Andaba
un día a vueltas con mi conciencia o, mejor dicho, ella a vueltas conmigo. Llevas fama de bueno entre los que te
quieren y has tenido los santos cojones de llegar a creértelo. Ni robas, ni
matas, ni eres especialmente hijo de puta, pero no creo que eso sea bagaje
suficiente para poder salir airosos de ese juicio que dicen nos van a hacer al
final de los tiempos. Y aunque no lo hubiera, puedes juzgarlo tú mismo. ¿Te
consideras bueno simplemente por no ser del todo malo? Llámalo de otra manera
más actual si quieres, pero hasta los curas te decían en el colegio que se
podía pecar también por omisión. Y tú hacer, lo que se dice hacer por los
demás, has hecho bien poco en tu puta vida.
Estaba
agresiva la cabrona. Dicen que los hijos,
el esfuerzo que se hace por sacarlos adelante, es lo que da sentido a la vida
de una persona. Y también a la muerte,
porque son como tu prolongación en este mundo. Ya me dirás qué es lo que estás
haciendo tú, infructuoso solterón de mierda, para dejar tu huella. Ya podías
buscar una alternativa, aunque fuera la horterada de salir en el Guinness por haber hecho alguna catetada
universal, para que no se olvide tu
paso por aquí a los
diez minutos de haber palmado.
Y
siguió machacando. Llevabas toda tu
puñetera vida dando por hecho que no podías ser donante de sangre, porque no
estabas seguro si de pequeño habías tenido la hepatitis. No se te ha ocurrido
preguntar en todos estos años si había alguna forma de comprobarlo. Por
casualidad acabas de enterarte de que esas hepatitis que suelen tenerse de niño
no son las excluyentes, sino otras más graves. Además, cuando vas a donar, se
comprueban todas esas cosas. Qué cantidad de tiempo perdido. Espero que ahora
no sigas remoloneando, porque ya no tienes excusa.
El día que hice mi primera donación de sangre y
de paso dejé firmada la de los órganos, observó que me había percatado de su
sonrisa de satisfacción. Tampoco vayas a
creerte ahora lo más de lo más por haberte desprendido de menos de medio litro
de sangre y haber dejado en herencia tus astigmáticos e hipermétropes ojos
cargados de dioptrías. Menudo chollo para el pobre que le toquen.
La
mandé a tomar por el culo y reaccionó bien. Me dijo que a veces tenía que
ponerse un poco violenta para conseguir tocar mi adormecida fibra sensible,
pero reconociéndome que últimamente se había pasado un poco. La verdad es que
desde aquél día nos llevamos un poco
mejor, aunque el trato entre nosotros tampoco ha cambiado mucho. Ella
sigue aceptando que le diga con frecuencia que es una mala zorra entrometida.
Yo que me señale todas esas cosas que podría hacer por los demás. Y por
supuesto que me recuerde cada tres meses que tengo que ir a donar. Los días que
acudo al banco de sangre me permite sentirme un poco mejor conmigo mismo.
domingo, 21 de octubre de 2018
Peluquería Rex
REEDICIÓN (edición: 28/08/2012)
Mariano,
Quinito, Enrique y Zacarías eran los primitivos socios —o los primeros que yo
conocí— de la Peluquería Rex. Cuando todavía no estaban en su ubicación
definitiva del Pasaje Palafox, ya les cortaban el pelo a mi abuelo y a mi padre
de soltero. Zacarías se retiró prematuramente por enfermedad, pero los tres
primeros aguantaron hasta que se cerró el
negocio, tres generaciones de clientes de mi familia después. Mi abuelo
y mi padrino, su hermano, componían la primera. Mi padre y su hermano la
segunda. Mis dos hermanos, mi primo y yo, la tercera. Mis primeros sobrinos, la
cuarta. Se le saltaban las lágrimas a Mariano cuando se lo comenté, al ir a cortarle
el pelo por primera vez al mayor de ellos.
A
Enrique y a Quinito, los otros dos socios, siempre los confundí. No porque se
parecieran, ya que el primero tenía el pelo
entrecano y el otro era calvo con
el pelo blanco, sino porque siempre pensé que Quinito tenía cara de llamarse Enrique
y Enrique de llamarse Quinito. Al dirigirme a ellos, lo mismo que he tenido que
hacer ahora para identificarlos, debía concentrarme para nombrarlos al revés de
como me salía instintivamente. Nunca llegué a acostumbrarme.
Con el paso
del tiempo se fueron produciendo las incorporaciones de Agustín, Pablo,
Víctor, Honorio, Alberto, Antonio y alguno más, para tener ocupados los seis
sillones que llegó a haber en la peluquería. Los nuevos se iban empapando del
trato respetuoso y a la vez familiar que los socios daban a los clientes y eran
correspondidos por éstos de la misma forma.
La
habilidad en el uso de la tijera no era evidentemente la misma en todos los
peluqueros, pero mi padre nos inculcó desde el principio que elegir al que
querías que te cortara el pelo era una falta de respeto a los demás, por lo que
quedó muy claro que allí te pelaba el que te tocaba. He de decir que la mayoría
de los clientes actuaban de la misma forma.
Siempre
recordaré el caballo de madera amarillo y rojo, puesto sobre los brazos del
sillón, para que el peluquero pudiera acomodar sus riñones a la estatura del
niño pequeño y éste estuviera entretenido creyendo que se trataba de un juego.
O la puerta interior que daba al Hotel Goya, para que sus clientes pudieran
pasar a afeitarse o arreglarse el pelo sin tener que salir a la calle. Nunca
olvidaré el día en que, hospedado allí el Real Madrid por haber venido a jugar
contra el Zaragoza, vi aparecer en el umbral de la misma al mítico Paco Gento.
También fue cliente del hotel don Pedro Ocón de Oro, de cuya relación con él hice una entrada hace unos meses.
Una
de las anécdotas más veces contada y celebrada fue la de unos hermanos
trillizos, que al parecer eran clavados. Se presentó a afeitarse uno de ellos a primera hora de la mañana,
pidiendo que se esmeraran en el apurado porque le crecía muy deprisa la barba y
tenía una boda por la tarde. Poco antes
de cerrar para ir a comer fue el segundo, por supuesto sin afeitar, indignado
porque el apurado que había solicitado no había resultado efectivo. Más que
mosqueados, le rasuraron. Por la tarde acudió el tercero, de la misma
forma, pero ya estaban los otros dos esperando en la puerta para aclarar la
broma y hacer efectivos los servicios pendientes. Se rieron tanto peluqueros y clientes,
que les invitó la casa. Muchos años después
se le siguió sacando partido al suceso, porque siempre había alguien que lo desconocía.
A
nivel particular se hizo famosa mi relación con una de las tijeras, que al
parecer salió defectuosa, de un juego que acababan de importar de Alemania. Ya
llevaba fama de tener un pelo fuerte y espeso —quien me ha visto y quién me
ve—, pero después de darme el primer tijeretazo
y partirse en dos me gané el pitorreo para siempre. Cuando me veían aparecer
hacían como que se escaqueaban, para no tener que asumir el riesgo de cortarme
el pelo. Especialmente Agustín, que además de ser un cachondo había sido el
ejecutor del famoso corte.
Un
suceso tiñó de luto a la familia que componíamos peluqueros y clientes. Honorio,
uno de los componentes de la plantilla, natural de Huerto (Huesca), murió con
su mujer en accidente de circulación, dejando
huérfana a una niña de meses, que habían logrado tener después de
bastantes años de infructuosa espera. Vaya mi recuerdo para él, buen peluquero y mejor persona.
Cuando
se cerró la peluquería por jubilación de los socios, el cierre paulatino del
Pasaje Palafox al comercio impidió que los
más jóvenes pudieran seguir en el mismo local. En mi familia tuvimos la
suerte de que Alberto Alonso, uno de los mejores personal y profesionalmente, instalara
su propio negocio en el número 7 de la calle La Paz de nuestro barrio. Mi
padre, hasta que murió, mis hermanos y yo, hasta que empecé a afeitarme la
cabeza por falta de materia prima, hemos
sido clientes de su peluquería. Y por muchos años porque Nuria, la hija
de Alberto, ya le acompaña en el negocio y ha sacado las habilidades de su
padre. De casta le viene al galgo.
Fue Alberto el último en cortarle el pelo a mi padre. Sabía de su enfermedad y supuso que ese era el motivo por el que llevaba más tiempo del habitual sin pasar a visitarle, por lo que se ofreció a venir a casa. Aquél día prescindió de media hora de su corto descanso del mediodía, para hacer ese trabajo antes de abrir la peluquería por la tarde. Cuando fuimos a pagarle nos dimos cuenta de que estábamos ofendiéndole. Lo que acababa de hacer no formaba parte de su negocio y lo que se hace por amistad no se cobra.
Fue Alberto el último en cortarle el pelo a mi padre. Sabía de su enfermedad y supuso que ese era el motivo por el que llevaba más tiempo del habitual sin pasar a visitarle, por lo que se ofreció a venir a casa. Aquél día prescindió de media hora de su corto descanso del mediodía, para hacer ese trabajo antes de abrir la peluquería por la tarde. Cuando fuimos a pagarle nos dimos cuenta de que estábamos ofendiéndole. Lo que acababa de hacer no formaba parte de su negocio y lo que se hace por amistad no se cobra.
lunes, 15 de octubre de 2018
Pedro Fanlo, alias "Ruja"
REEDICIÓN (edición: 03/06/2012)
Tuve el
honor de conocer a Ruja y de escuchar de su voz alguna de las anécdotas que
aquí se narran. También a Teresa, su mujer, a la que Dios concedió la virtud de
la paciencia para convivir con una persona de su temperamento. Como homenaje a
ellos quiero dedicar este relato a sus hijos (Graciela, Pedro y Marité), nietos
(José Manuel, María Victoria, Fernando, Sonia, Rosa, Teresa, Patricia y Aznar) y
biznietos (Víctor, Carlos, Manuel, Gabriela, Leire, Mario, Aurora, Carla y Gonzalo).
En
un lugar de Los Monegros de cuyo
nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un guarda jurado de
los vocacionales de su profesión, con chapa en bandolera, rifle colgado al
hombro, boina ladeada, morral con bota de vino, cigarro en los labios, ceño
fruncido, amor a los animales, recelo hacia las personas y elevado sentido de
la justicia, la lealtad y el honor. Su nombre de pila era Pedro y su apellido Fanlo,
pero todas las gentes del lugar y
alrededores le conocían por Ruja, apelativo con el que ha pasado
a la historia de la comarca.
La figura de Ruja formaba parte de este paisaje (Foto José Ramón Blasco) |
Es
pues de saber que nuestro protagonista, durante su infancia y adolescencia, se
dio a leer libros de aventuras y novelas del Oeste, con tanta afición y gusto
que olvidó casi de todo punto los juegos habituales de su edad y la relación
con sus compañeros de escuela. Su vivienda, aislada en medio del monte, primero como hijo de quien
también fue guarda y después ejerciendo dicho oficio, tampoco favoreció en
demasía el desarrollo de la sociabilidad que parece inherente a la condición
humana.
Por
su carácter arisco no necesitó demasiado esfuerzo para ganarse el respeto que
su profesión requería. Sin embargo fueron sus valerosas intervenciones
en acciones puntuales las que le fueron elevando poco a poco a la categoría de
mito. Como aquél altercado en el que cuchillo en mano hizo
huir a los componentes de una tartana de gitanos, pudiendo haber perdido la
vida y estando a punto de hacérsela perder al que salió sigilosamente del grupo
para atacarle por la espalda con una hoz.
Torrollón ubicado en el que fue su territorio (Foto ocminter) |
Sólo
algún cazador furtivo despistado osaba poner los pies en su jurisdicción. O
alguien que, por considerarse fuerza viva del lugar, pensaba que su presencia
iba a ser merecedora de la vista gorda. Así le sucedió a un tal mosen
Andrés, que a pesar de su condición sacerdotal fue encañonado por el
rifle de Ruja a la voz de “¡Manos
arriba!”.
— ¿No me
conoces, Pedro, hijo mío?
— ¡En primer lugar no
soy hijo suyo y en segundo he dicho que las manos arriba!
Su
relación con la religión era la mínima imprescindible. Para casarse con Teresa (santa esposa donde las haya) y
para bautizar a sus hijos Graciela, Pedro y Marité. Los domingos solía acompañar a las mujeres de su casa a la
iglesia y se marchaba de recados, hasta que calculaba que había terminado la
misa. Parece ser que un día el sacerdote se extendió en la
homilía y tuvo que esperar más de la cuenta. A la salida las recibió con
moderadas manifestaciones sobre la institución, sus miembros y sus actos:
— ¡Me jodo en la
Iglesia, me jodo en los curas, me jodo en las misas y me jodo en los sermones!
Su
hija Marité (tenía que llevar sus
genes) fue la única persona que se atrevió a plantarle cara, en esta
situación y en otras varias de la vida en las que fue necesario hacerlo:
— ¿Sabe lo que le digo?
¡Que yo me jodo en usted, padre!
Posando orgulloso con sus hijos Pedro y Marité. |
Al
igual que los manantiales ocultos en las entrañas del agreste paisaje monegrino
son detectados por las varas cruzadas del zahorí, la sensibilidad escondida
tras la coraza de hombre duro de nuestro ilustre personaje podía ser puesta en
evidencia por un buen ambiente en torno a un guiso de conejo, con la bota de
vino dando vueltas entre los comensales. Entonces afloraba el verbo fácil de un
ameno narrador de sus vivencias, aderezadas frecuentemente con un especial
sentido del humor. Como aquella vez en que tuvo que ponerse delante de un juez
y fue presionado por el fiscal, para que hiciera extensiva la responsabilidad
del suceso juzgado a la persona para la que trabajaba:
—Veo que quiere asumir
personalmente toda la culpa, para congraciarse con quien le da de comer todos
los días.
—A mí no tiene que darme
de comer nadie, porque ya hace muchos años que me enseñó mi madre a hacerlo
solo.
Una de sus debilidades fue su hija Marité. |
Era
en esas comidas cuando se ponía de manifiesto el poso de lo mucho que había
leído. Además de las novelas de vaqueros, que tanto le habían marcado, conocía
profundamente la obra de Emilio Salgari.
Y cuando pensabas que sus lecturas no habrían pasado de ese tipo de literatura,
te dejaba de una pieza al comentar con la mayor naturalidad que el libro que
más le había impresionado era Los Miserables de Víctor Hugo.
Por
aquellos pueblos no era el coco el que amedrentaba a los niños, sino la amenaza
de llamar a Ruja. Ese variopinto personaje capaz de coger la moto a
continuación de que una bala rebotada le hubiese vaciado la cuenca de un ojo,
para presentarse en casa del propietario de la finca tras unas gafas de sol y
decirle con tranquilidad: “He tenido un
pequeño accidente”. El mismo que, conociendo desde su nacimiento a las
hijas de éste, cuando se las encontraba con alguien que no consideraba allegado
a la familia les apeaba el tuteo y las trataba de señoritas.
Nunca
fue excesivamente dado a las manifestaciones de afecto, pero supo dejar como
herencia a sus seres más queridos una entrañable muestra de su sensibilidad. A
los pocos días de morir descubrió su familia en un almacén, al que sólo él
tenía acceso, unas cuantas cajas de cartón. Cada una de ellas llevaba escrito
con primorosa caligrafía el nombre de uno de sus nietos. Dentro de las mismas
había una cuidadosa selección de libros, de acuerdo con la edad y gustos de sus
destinatarios.
miércoles, 10 de octubre de 2018
Las vacaciones de mi infancia
REEDICIÓN (edición: 19/09/2012)
Foto de Johannes |
Este
relato lo he escrito para responder a la invitación del amigo Nergal, cuyo blog
es El cajón de Pandoro. Simplemente
hay que publicar una entrada sobre las vacaciones. Yo,
como se puede elegir, me he decantado por aquéllas que me traen mejores
recuerdos.
Ni playas caribeñas, ni montañas exóticas, ni hoteles paradisíacos, ni carismáticas ciudades, ni safaris fotográficos, ni cruceros por el mundo mundial. Mis mejores vacaciones fueron las de mi infancia, en una casa agrícola en medio de Los Monegros, con mis seis hermanos, tres primos y amigos que iban y venían. También estaban las personas mayores, claro.
Después
de nueve meses en colegio de curas, con dedicación y disciplina de las de
antes, te habías hecho devoto de San Luis Gonzaga. Solía ser sobre su fecha, el
21 de junio, cuando empezaban las añoradas vacaciones de verano. El día 22 se nos antojaba demasiado tarde para salir de
estampida hacia la libertad. Mi padre tampoco se hacía el remolón para venir a
buscarnos, porque como durante el resto del año tenía que aprovechar los fines
de semana para venir a vernos (los niños estábamos en Zaragoza, con mi madre y
Pilarín, por los estudios) quería aprovechar para disfrutar (es un decir) de
la familia a tiempo completo esos tres meses largos (hasta primeros de octubre).
Las
carreteras y los coches de entonces convertían los ciento siete kilómetros que
nos separaban del destino en la primera aventura del verano. Entre el anciano Peugeot gris descatalogado (matrícula
Z-9753) y el verde Seat Seiscientos (Z-24673), en el que mis padres llegaron a
meterse con once niños (entonces no paraba la benemérita por esos motivos) estaba
el vehículo destinado a llevarla a buen término.
Recuerdo
el sabor de la biodramina, que me
daba mi madre por ser proclive a los mareos. Producía el efecto contrario al
deseado, porque lo relacionaba con los mismos y me garantizaba las nauseas
antes de subir al coche. Nos hicimos auténticos especialistas, primero en caber
y luego en colocarnos de la forma más cómoda posible. Sin embargo era raro que
no hubiera que interrumpir el viaje en un par de ocasiones, para solventar asuntos
personales (pises, mareos o piernas dormidas) o técnicos (pinchazo o calentón
del agua del radiador). Cada uno de los pueblos por los que pasábamos (Villanueva
de Gállego, Zuera, Almudévar, Tardienta, Almuniente…) daba nombre a los
capítulos del viaje y rienda suelta a las preguntas sobre el tiempo o el
espacio que faltaba. El último (Grañén) era la referencia de que nos
encontrábamos a doce kilómetros de la añorada meta. Recién pasada la estación
de Poleñino se divisaban ya los dos árboles que custodiaban la entrada a los seiscientos
metros del camino de las moreras, que daba definitivo acceso a los edificios.
Los
abuelos se habían adelantado o estaban a punto de llegar, lo mismo que los tíos
y primos. Los que por vivir allí todo el año siempre se encontraban para recibirnos eran
Paco y Atina, los encargados, demasiado jóvenes para ser nuestros terceros
abuelos pero con todos los derechos adquiridos desde un punto de vista
afectivo. Su hija Pilarín, a la que he nombrado antes, vivió con nosotros hasta
que se casó. Fue nuestra segunda madre. Con cualquiera de ellos, o con los
tres, podría hacerse la más entrañable de las entradas.
Nuestra
primera actividad consistía en fabricar un lugar donde reunirnos la gente
menuda. Bajo las severas instrucciones de nuestro hermano mayor y líder (además
de alguna que otra hostia, que enseguida obviabas para no caer en la vergüenza
de ser expulsado de la banda) fuimos mejorando con los años en espacio,
solidez e impermeabilidad. El paso del Paleosáquico
(antigua construcción con saco) al Neopájico
(nueva construcción con pacas de paja) resultó definitivo. En esas barracas,
evidentemente con acceso vedado a los mayores, se fraguaban todas nuestras fechorías.
Eran
tiempos en los que la austeridad formaba parte de la educación, independientemente
de la situación económica de cada familia. Te creabas muchos más juguetes de
los que te regalaban. Primaba la imaginación sobre la evidencia. ¿Para qué
necesitabas algo con forma de caballo pudiendo galopar con una caña entre las
piernas?
No
se compraban cosas para adaptarlas a las supuestas necesidades de las personas,
sino que las necesidades de las personas se adaptaban a las cosas que había. La
bicicleta era un modesto vehículo, pero un juguete de lujo. El problema no era
que no te la cambiaran por otra cuando crecías, sino simplemente que no tenías.
En nuestro caso había dos, heredadas de la generación anterior, para los diez
primos. En unos Reyes se incorporó una tercera a la cuadra, que nos hizo los
seres más felices. Por supuesto era de tamaño grande, como las otras, porque en
caso contrario a los mayores no les hubiera servido cuando se les hubiese
quedado pequeña, mientras que de esta forma los pequeños podían pedalear de pie
hasta que les llegara el culo al asiento.
Un
día que les contábamos a mis sobrinos que el 10 de agosto mi abuela nos dejaba
tomar una coca-cola para celebrar el
día de San Lorenzo, patrón de Huesca, se quedaron callados esperando la
explicación de dónde estaba la gracia. Tuvimos que aclararles que entonces esas
cosas estaban en casa para las visitas y las personas mayores. La bebida de los
niños era el agua (por supuesto del grifo o del pozo) y, de vez en cuando,
aquéllas gaseosas que te fabricabas mezclando el contenido de un sobre amarillo
con el de otro blanco. A primeros de mes ya estabas dándole vueltas a la
decisión de si ese año te ibas a decantar por la coca-cola o por el kas de
naranja. Y disfrutando como un enano de esos momentos, que entonces todavía no
se habían inventado los traumas infantiles.
Teníamos
piscina y bien grande por cierto. ¿Qué es eso de la depuradora y los
tratamientos del agua? Hubieran matado a
las ranas y culebras, no seas burro.
Dos
de aquellos veranos estuvieron presididos por sendos regalos antológicos. El
primero fue de nuestro abuelo. Un coqueto carro pintado de rojo, en el que
enganchábamos a la burra Platera, se convirtió en nuestro vehículo de
excursiones y aventuras. El segundo, cuando éramos un poco más talluditos, de
nuestro padre. Con una moto vieja, las ruedas de una vespa, un poco de imaginación y la eficaz colaboración técnica y
mano de obra de los hijos del herrero de Poleñino (el tiempo demostró lo que
valían esos chavales) nos hizo un kart,
con el que aprendimos a conducir y pasamos momentos inolvidables.
La
televisión era ese aparato nuevo que había comprado el abuelo y que veían los
mayores. A los pequeños solo nos apetecía por la noche, cuando ya no se podía estar
por la calle, pero entonces tenías que marcharte a la cama o salían los putos
rombos. Dichosos rombos. No creo que los pusieran por el
destape, porque por aquél entonces cuando a una mujer se le ocurría
enseñar en su escote el principio del canalillo, le plantificaban una gasa para
que no se excitara el personal. Y eso hubiera sido además por los mayores, porque a nuestras
edades entendías un poco de culos, pero a las tetas todavía no les habías
encontrado otra gracia que la de dar de mamar a los críos.
Mi
hermana la mayor siempre dice que a su hija apenas le contó cuentos, porque
cuando empezaba con Caperucita y el lobo le decía que le gustaban más sus
relatos de lo que hacíamos cuando éramos pequeños.
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