"La riqueza de un hombre no se mide por
las cosas que posee, sino por aquéllas que no cambiaría por dinero"
(Anónimo).
Habrá que remontarse más de setenta años para
coger la historia en sus comienzos. Un niño de catorce y una niña que no llega
a los trece estrenan su adolescencia sintiendo el uno por el otro las primeras
mariposas en el estómago. Se hacen novios, entre las risas y los jocosos
comentarios de sus mayores: "Cosas
de críos; ya se les pasará". Doce años después, en presencia del primo
cura del novio como intermediario, las respectivas familias que ya no pueden
negarse a la evidencia y un montón de amigos, confirman ante Dios su tozudez,
dándose el "sí quiero" con el firme propósito de que sea para siempre. Con esos sólidos cimientos, dedican la
siguiente década a levantar las siete plantas de su edificio: cuatro chicas y
tres chicos. Poco más de nueve años entre la mayor y la pequeña. Dedicación
exclusiva a sacarlos adelante, sin querer dar en ningún momento la sensación de
estar haciendo un sacrificio. De estar renunciando a disfrutar de la vida en
sus mejores años. De ser unos padres excepcionales.
Una casa de familia numerosa a la que todo el
mundo acude, porque el ambiente está garantizado. Los inquilinos habituales no
parecen encontrarse tampoco a disgusto, porque cuando la mayor ha sobrepasado la treintena todavía no ha habido
nadie que haya hecho mención de independizarse. De repente, como si se abriera
la veda, en dos años se casan cuatro. Los tres restantes, más sensatos, deciden
que no se les puede hacer eso a unos padres acostumbrados a vivir rodeados de
hijos. Dos de ellos aguantan algún tiempo, pero terminan dejándome tirado.
Empiezan a venir nietos, hasta nueve. Los
cuatro primeros todavía llegan a conocer al abuelo, al que una enfermedad nos
arrebata cuando todavía no ha cumplido los setenta. Efectivamente, tiene que
ser la hija de puta de la guadaña la que separe a aquellos dos adolescentes de
cuyo incombustible amor solo ellos estaban convencidos. El paso del tiempo va
recomponiendo la herida familiar, sustituyéndola por una cicatriz hecha a base
de imborrables ejemplos y recuerdos. La vida sigue.
Si tomamos un día (pongamos el 20), de un mes
(pongamos abril), de un año (nos vale el presente), nos encontramos con que una
de las siete plantas del edificio (pongamos la tercera) cumple años (no
pongamos nada). Siempre le ha preocupado más dejar de cumplirlos pero, como los cambios de decena le hacen pensar un poco
(y es el caso), ha decidido mirar para otro lado y silbar. A lo sumo invitar al
aperitivo a dos de las hermanas de fuera, que han aprovechado el fin de semana
para venir con sus familias a darse una vuelta por la abuela. Y así se hace.
Alguien propone cambiar de sitio para tomar la última, antes de ir a casa a
comer.
¿Para qué coño tenemos que bajar las
escaleras, si el bar está arriba? Resulta que abajo hay un comedor. Y allí me
los encuentro a todos, cantando el cumpleaños
feliz. Y al decir a todos, quiero decir A TODOS. A los que viven en
Zaragoza y a los que viven fuera. A los que ya venían conmigo y a los que se
han incorporado a traición. A esa
MADRE, con mayúsculas, que a sus ochenta y siete años todavía me sigue dando
mucho más que yo a ella. A esos seis cabrones de hermanos, que me han tenido
engañado hasta el final. A esos cuñados, cuya integración en la familia ha sido
decisiva para que podamos seguir siendo una piña. A esos sobrinos, dos de ellos
ahijados, a los que tanto quiero. Y a Ariadna, el primer eslabón de una nueva
generación, que sigue creciendo a marchas forzadas en la barriga de su madre.
Si alguien osa decir que no le gusta un nombre tan precioso, además de
demostrar un pésimo gusto, tendrá que vérselas conmigo.
Mi hermana la pequeña lee unos emotivos
versos, ensalzando las cualidades de un señor que no conozco y que al final
resulto ser yo. Cosas del amor fraternal. Uno de mis sobrinos ha aplicado sus
conocimientos e invertido su tiempo en la creación de un CD (putas siglas), con
entrañables fotos familiares acompañadas de música. Todos han escotado para
regalarme un ordenador último modelo, con pantalla panorámica. Y después de
todo aún se disculpan por el mal rato que dicen haberme hecho pasar, conociendo
mi poco afán de protagonismo.
Seguramente no me creeríais si os digo que
yo, tan preocupado como estaba de apretar los dientes para no dar rienda suelta
a mis emociones, creo que no les di ni las gracias. Mucho menos les dije lo mucho que les quiero.
Como sé que alguno de ellos me sigue por aquí, sirva esta entrada para reparar
en parte mi falta.
Hay gente, tan poco afortunada, que tiene que
conformarse con tener dinero. Yo, sin embargo, tengo a mi familia.