Nunca supo decantarse por las rubias, las morenas o las pelirrojas; las altas, las bajas o las de mediana estatura; las pechugonas, las planas o las mediopensionistas. Le gustaban las jóvenes, pero también las maduras. No necesitaba grandes planes para los fines de semana, porque el mero hecho de salir a la calle y pasear la vista por las mujeres que pasaban ya era para él un festín. Sus piropos, siempre desde el respeto, eran generalmente bien acogidos por las destinatarias de los mismos.
Cuando se casó con Pilar, cinturón negro de kárate, las cosas cambiaron radicalmente; no porque a él dejara de agradarle mirar a las otras mujeres, sino porque ella no se lo permitía. Cuando pasaba una hembra un poco fuera de lo normal, sentía el reojo de su santa controlando su reacción. Inmediatamente se producía una desigual pugna entre el instinto natural, que le invitaba a regalarse la vista, y el de supervivencia, que terminaba obligándole a perder la mirada en el infinito.
La nueva situación despertó bastante cachondeo entre sus amigos. Le costó descubrir por qué habían dejado de llamarle por su nombre para pasar a referirse a él como Casi-miro.