A
veces tengo la sensación de que el disco duro soportado por mi cuello está demasiado
lleno. Tiene almacenadas en su memoria las mayores chorradas de mi más tierna
infancia y no le queda capacidad para recibir la información actual que me
interesaría archivar. Nunca me he planteado un formateo, pero sí ir borrando
cosas antiguas que no valen para nada; sin embargo deben ser de esos archivos
ocultos que se agarran a la vida como las garrapatas a la oreja de los perros,
porque me resulta imposible eliminarlos. Tan así es la cosa, que me he
convertido en la papelera de reciclaje de mi familia. Estoy acostumbrado a que
mis hermanos me llamen para preguntarme las mayores estupideces, después de
haber comentado entre ellos: “De esta
tontería, como no se acuerde Chema no se acuerda nadie”. Y efectivamente en
muchas ocasiones soy capaz de satisfacer sus curiosidades, aunque por la mañana
haya tenido que esforzarme para recordar el nombre de la empresa en la que
trabajo.
¿Y qué coño tiene eso
que ver con los enemigos del alma?,
se preguntará el amable lector. Vayamos por partes, no se me ponga nervioso.
Estaba haciendo una introducción para
manifestar que puedo repetir de memoria muchas cosas aprendidas en el colegio
cuando tenía seis o siete años. Una de ellas son las respuestas a las preguntas
del catecismo. Puedo recordar incluso lo
que pensaba al respecto cuando las
contestaba.
¿Cuáles son los enemigos del alma? No
tenía muy claro lo que era el alma (no lo tengo ni ahora), como para
buscarle enemigos; pero no había problema, porque me los daban hechos. Los enemigos del alma son
tres: el mundo, el demonio y la carne. La cosa consistía
en tratar de comprender un poco el papel
de cada uno. Tampoco debía ser tan difícil. Para empezar el alma era invisible y además inmortal, o sea
que algo tenía que ver con Dios. Al ser tan espiritual yo me la figuraba
pariente muy cercana del Espíritu Santo, que era ese cacho de Dios que (como
Mortadelo) tenía la facultad de disfrazarse de lo que quisiera. Para eso era
Dios. Lo mismo te podía salir volando como una paloma (y como el alma de los cuerpos),
como plantarse encima de la cabeza de los
apóstoles en forma de lengua de fuego.
En
cuanto a los enemigos, el más fácil de entender era el demonio. Los que son
malos de verdad (y estaba claro que Satanás lo era) no discriminan a sus
víctimas y el alma no iba a ser una excepción. Lo de la carne también creí interpretarlo correctamente, aunque años más
tarde descubriera que se trataba de otro tipo de chicha. Para mí, entonces, se
refería a la prohibición de comer carne los viernes de cuaresma.
El
enemigo que no llegué nunca a comprender fue el mundo. No me cabía en la cabeza
que pudieran tener algo el sol, la luna, las estrellas y todos los planetas
contra una pobre paloma. Pero ya estaba aleccionado de que estas cosas que no
se entendían era mejor no preguntarlas, no fueran a pensar que mis creencias se
tambaleaban. Para eso estaba la fe, palabra tan corta como mágica. Gracias a ella
me había metido entre pecho y espalda el misterio de la Santísima
Trinidad, con que no iba a ponerme puntilloso para aceptar que el mundo era
enemigo del alma.