Imagen tomada de la red |
El día que nací la comadrona le dijo a mi madre:
—Ha tenido usted un solterón pelirrojo.
Lo de soltero hubiera sido una obviedad, pero el aumentativo le daba a la afirmación el valor de arriesgar que yo iba a ser perseverante. Intuitiva que debía ser la mujer, porque lo infrecuente es ejercer de célibe toda la vida. Sin ningún mérito por mi parte, desde luego, a pesar de que mis amigos casados manifiesten verlo de otra manera cuando me llaman suertudo y cabrón. Al fin y al cabo, con ese estado civil nacemos todos. Quedarse quieto sin cambiar nada no es para que le pongan a uno un monumento, aunque se encuentre tan ricamente en esa situación.
Lo de la pelirrojez hubiera podido resultar más o menos normal si hubiese habido algún otro miembro de las últimas generaciones de mi familia con esa característica. Pero hoy no hablaré de ella, porque ya escribí hace tiempo esta entrada sobre la misma.
Cuando yo era niño muchos colegas querían llegar a ser Di Stefano o Kubala. Otros piloto o bombero. Otros abogado del estado o ingeniero de caminos canales y puertos. Yo no. Yo quería ser mayor para fumar. Era la más importante ilusión de mi vida. Y puedo dar gracias al cielo por haberlo conseguido y además con buena nota. Estuve unos cuantos años fumándome más de tres paquetes diarios.
Mi condición de fumador fue el mayor motivo de orgullo que le di a mi padre. Como era tirando a enclenque y mal estudiante, tampoco tenía el pobre demasiadas opciones donde elegir:
—Este hijo mío ha salido fumador como yo. Con el vicio arraigado. No como esos que tan pronto lo toman como lo dejan.
—Ha tenido usted un solterón pelirrojo.
Lo de soltero hubiera sido una obviedad, pero el aumentativo le daba a la afirmación el valor de arriesgar que yo iba a ser perseverante. Intuitiva que debía ser la mujer, porque lo infrecuente es ejercer de célibe toda la vida. Sin ningún mérito por mi parte, desde luego, a pesar de que mis amigos casados manifiesten verlo de otra manera cuando me llaman suertudo y cabrón. Al fin y al cabo, con ese estado civil nacemos todos. Quedarse quieto sin cambiar nada no es para que le pongan a uno un monumento, aunque se encuentre tan ricamente en esa situación.
Lo de la pelirrojez hubiera podido resultar más o menos normal si hubiese habido algún otro miembro de las últimas generaciones de mi familia con esa característica. Pero hoy no hablaré de ella, porque ya escribí hace tiempo esta entrada sobre la misma.
Cuando yo era niño muchos colegas querían llegar a ser Di Stefano o Kubala. Otros piloto o bombero. Otros abogado del estado o ingeniero de caminos canales y puertos. Yo no. Yo quería ser mayor para fumar. Era la más importante ilusión de mi vida. Y puedo dar gracias al cielo por haberlo conseguido y además con buena nota. Estuve unos cuantos años fumándome más de tres paquetes diarios.
Mi condición de fumador fue el mayor motivo de orgullo que le di a mi padre. Como era tirando a enclenque y mal estudiante, tampoco tenía el pobre demasiadas opciones donde elegir:
—Este hijo mío ha salido fumador como yo. Con el vicio arraigado. No como esos que tan pronto lo toman como lo dejan.