Cita del día

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CITA DEL DÍA: «Los únicos que están siempre de vuelta de todo son los que no han ido nunca a ninguna parte» (Antonio Machado).

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miércoles, 31 de octubre de 2018

La corneja Ruperta

REEDICIÓN (edición: 18/10/2012)
 
 
 





Seguramente hubiera llegado su madre a darle de comer, pero nosotros la vimos hambrienta en el nido y decidimos adoptarla. Fue la mascota más original de cuantas tuvimos mis hermanos y yo en aquellos primeros años de nuestras vidas.

Nos informamos sobre la forma en que podíamos alimentarla y nuestros desvelos resultaron eficaces. Fue creciendo en tamaño y sabiduría. Se hizo tan fiel compañera como lo eran los propios perros. Incluso éstos se acostumbraron a verla como una más del grupo. Unos ratos andando y otros con pequeños vuelos para recuperar el terreno perdido, nos acompañaba en todas nuestras andanzas. Solamente había que tomar dos precauciones: una porque le volvían loca los objetos brillantes y la otra por sus manifestaciones de cariño.

Si se te caía un llavero o cualquier otro objeto que brillase y no estabas atento para recogerlo enseguida, se te adelantaba con unos reflejos increíbles y se lo llevaba volando al tejado más próximo. Desde allí te miraba orgullosa con su trofeo en el pico y juraría que se reía para sus adentros cuando le mentabas a sus muertos. Había que esperar a que se cansase del juego, vigilando por si cambiaba de sitio. Si tenías la suerte de que dejaba caer el objeto al suelo lo recogías, pero si no había que ir a hacerse con una escalera.

Le encantaba posarse sobre tu hombro y a ti que lo hiciera. El único problema era que cuando le entraba un apretón afectivo quería demostrártelo picoteando tu oreja. Como el pico de las cornejas es muy consistente, en alguna ocasión terminabas con el recuerdo de un punto de sangre.

Nunca se me hubiera ocurrido pensar que un animal pudiera tener sentido del humor o le gustase hacer bromas. Lo más parecido a eso lo observé frecuentemente en Ruperta. Ya tenía conocimiento de la facilidad de los córvidos para imitar sonidos, pero pude comprobarlo cuando la oí ladrar. Poniéndose a buen recaudo en  el  tejado de las perreras, vacilaba a los perros intercambiando ladridos con ellos. Se convirtió en una de sus aficiones favoritas, porque se daba cuenta de que los sacaba de sus casillas.

Jamás sintió curiosidad por las bandadas de sus congéneres, a pesar de que una de ellas —curiosamente capitaneada por un ejemplar albino— frecuentaba nuestros alrededores.

Al principio estuvimos preocupados por su futuro cuando se nos terminaran las vacaciones. Aunque se había acostumbrado a comer invertebrados y granos del suelo, como cualquier otro representante de su especie, lo cierto es que nosotros estábamos pendientes de que no le faltara de nada. Además se había vuelto demasiado confiada y hacía buenas migas con el primero que llegaba. Al final el problema lo solucionó ella sola, haciendo cambiar de opinión a los que empezaron viéndola como un siniestro pájaro negro y terminaron con el corazón conquistado por su simpatía. Quienes vivían allí todo el año asumieron encantados su cuidado en nuestra ausencia.

Un día desapareció y no volvimos a saber de ella. Antes de hacernos a la idea de que un hipotético cazador de gatillo sensible y presas fáciles hubiese podido acabar con su vida, preferimos pensar que había sido llamada por la Madre Naturaleza y un apuesto cornejo se había cruzado en su camino.

 

viernes, 26 de octubre de 2018

Donantes de vida

REEDICIÓN (edición: 06/09/2012)
 
 






Andaba un día a vueltas con mi conciencia o, mejor dicho, ella a vueltas conmigo. Llevas fama de bueno entre los que te quieren y has tenido los santos cojones de llegar a creértelo. Ni robas, ni matas, ni eres especialmente hijo de puta, pero no creo que eso sea bagaje suficiente para poder salir airosos de ese juicio que dicen nos van a hacer al final de los tiempos. Y aunque no lo hubiera, puedes juzgarlo tú mismo. ¿Te consideras bueno simplemente por no ser del todo malo? Llámalo de otra manera más actual si quieres, pero hasta los curas te decían en el colegio que se podía pecar también por omisión. Y tú hacer, lo que se dice hacer por los demás, has hecho bien poco en tu puta vida.

Estaba agresiva la cabrona. Dicen que los hijos, el esfuerzo que se hace por sacarlos adelante, es lo que da sentido a la vida de una persona. Y también  a la muerte, porque son  como tu prolongación en  este mundo. Ya me dirás qué es lo que estás haciendo tú, infructuoso solterón de mierda, para dejar tu huella. Ya podías buscar una alternativa, aunque fuera la horterada de salir en el  Guinness por haber hecho alguna catetada universal, para que no se  olvide tu paso  por aquí  a  los diez minutos de haber palmado.

Y siguió machacando. Llevabas toda tu puñetera vida dando por hecho que no podías ser donante de sangre, porque no estabas seguro si de pequeño habías tenido la hepatitis. No se te ha ocurrido preguntar en todos estos años si había alguna forma de comprobarlo. Por casualidad acabas de enterarte de que esas hepatitis que suelen tenerse de niño no son las excluyentes, sino otras más graves. Además, cuando vas a donar, se comprueban todas esas cosas. Qué cantidad de tiempo perdido. Espero que ahora no sigas remoloneando, porque ya no tienes excusa.

El  día que hice mi primera donación de sangre y de paso dejé firmada la de los órganos, observó que me había percatado de su sonrisa de satisfacción. Tampoco vayas a creerte ahora lo más de lo más por haberte desprendido de menos de medio litro de sangre y haber dejado en herencia tus astigmáticos e hipermétropes ojos cargados de dioptrías. Menudo chollo para el pobre que le toquen.

La mandé a tomar por el culo y reaccionó bien. Me dijo que a veces tenía que ponerse un poco violenta para conseguir tocar mi adormecida fibra sensible, pero reconociéndome que últimamente se había pasado un poco. La verdad es que desde aquél día nos llevamos un poco  mejor, aunque el trato entre nosotros tampoco ha cambiado mucho. Ella sigue aceptando que le diga con frecuencia que es una mala zorra entrometida. Yo que me señale todas esas cosas que podría hacer por los demás. Y por supuesto que me recuerde cada tres meses que tengo que ir a donar. Los días que acudo al banco de sangre me permite sentirme un poco mejor conmigo  mismo.

 

domingo, 21 de octubre de 2018

Peluquería Rex

REEDICIÓN (edición: 28/08/2012)
 
 



 
Mariano, Quinito, Enrique y Zacarías eran los primitivos socios —o los primeros que yo conocí— de la Peluquería Rex. Cuando todavía no estaban en su ubicación definitiva del Pasaje Palafox, ya les cortaban el pelo a mi abuelo y a mi padre de soltero. Zacarías se retiró prematuramente por enfermedad, pero los tres primeros aguantaron hasta que se cerró el  negocio, tres generaciones de clientes de mi familia después. Mi abuelo y mi padrino, su hermano, componían la primera. Mi padre y su hermano la segunda. Mis dos hermanos, mi primo y yo, la tercera. Mis primeros sobrinos, la cuarta. Se le saltaban las lágrimas a Mariano cuando se lo comenté, al  ir a cortarle  el  pelo  por primera vez al  mayor de ellos.

A Enrique y a Quinito,  los  otros dos socios,  siempre los confundí. No porque se parecieran,  ya que el primero  tenía el pelo  entrecano y el otro era calvo  con el pelo blanco, sino porque siempre pensé que Quinito tenía cara de llamarse Enrique y Enrique de llamarse Quinito. Al dirigirme a ellos, lo mismo que he tenido que hacer ahora para identificarlos, debía concentrarme para nombrarlos al revés de como me salía instintivamente. Nunca llegué a acostumbrarme.

Con  el paso  del tiempo se fueron produciendo las incorporaciones de Agustín, Pablo, Víctor, Honorio, Alberto, Antonio y alguno más, para tener ocupados los seis sillones que llegó a haber en la peluquería. Los nuevos se iban empapando del trato respetuoso y a la vez familiar que los socios daban a los clientes y eran correspondidos por éstos de la misma forma.

La habilidad en el uso de la tijera no era evidentemente la misma en todos los peluqueros, pero mi padre nos inculcó desde el principio que elegir al que querías que te cortara el pelo era una falta de respeto a los demás, por lo que quedó muy claro que allí te pelaba el que te tocaba. He de decir que la mayoría de los clientes actuaban de la misma forma.

Siempre recordaré el caballo de madera amarillo y rojo, puesto sobre los brazos del sillón, para que el peluquero pudiera acomodar sus riñones a la estatura del niño pequeño y éste estuviera entretenido creyendo que se trataba de un juego. O la puerta interior que daba al Hotel Goya, para que sus clientes pudieran pasar a afeitarse o arreglarse el pelo sin tener que salir a la calle. Nunca olvidaré el día en que, hospedado allí el Real Madrid por haber venido a jugar contra el Zaragoza, vi aparecer en el umbral de la misma al mítico Paco Gento. También fue cliente del hotel don Pedro Ocón de Oro, de cuya relación con él hice una entrada hace unos meses.

Una de las anécdotas más veces contada y celebrada fue la de unos hermanos trillizos, que al parecer eran clavados. Se presentó a afeitarse uno  de ellos a primera hora de la mañana, pidiendo que se esmeraran en el apurado porque le crecía muy deprisa la barba y tenía una boda por la tarde. Poco  antes de cerrar para ir a comer fue el segundo, por supuesto sin afeitar, indignado porque el apurado que había solicitado no había resultado efectivo. Más que mosqueados, le rasuraron. Por la tarde acudió el tercero, de la misma forma, pero ya estaban los otros dos esperando en la puerta para aclarar la broma y hacer efectivos los servicios pendientes. Se rieron tanto peluqueros y clientes, que les invitó  la casa. Muchos años después se le siguió sacando partido al suceso, porque siempre  había alguien que lo desconocía.

A nivel particular se hizo famosa mi relación con una de las tijeras, que al parecer salió defectuosa, de un juego que acababan de importar de Alemania. Ya llevaba fama de tener un pelo fuerte y espeso —quien me ha visto y quién me ve—,  pero después de darme el primer tijeretazo y partirse en dos me gané el pitorreo para siempre. Cuando me veían aparecer hacían como que se escaqueaban, para no tener que asumir el riesgo de cortarme el pelo. Especialmente Agustín, que además de ser un cachondo había sido el ejecutor del famoso corte.

Un suceso tiñó de luto a la familia que componíamos peluqueros y clientes. Honorio, uno de los componentes de la plantilla, natural de Huerto (Huesca), murió con su mujer en accidente de circulación, dejando  huérfana a una niña de meses, que habían logrado tener después de bastantes años de infructuosa espera. Vaya mi recuerdo  para él, buen peluquero y mejor persona.

Cuando se cerró la peluquería por jubilación de los socios, el cierre paulatino del Pasaje Palafox al comercio impidió que los  más jóvenes pudieran seguir en el mismo local. En mi familia tuvimos la suerte de que Alberto Alonso, uno de los mejores personal y profesionalmente, instalara su propio negocio en el número 7 de la calle La Paz de nuestro barrio. Mi padre, hasta que murió, mis hermanos y yo, hasta que empecé a afeitarme la cabeza por falta de materia prima, hemos  sido clientes de su peluquería. Y por muchos años porque Nuria, la hija de Alberto, ya le acompaña en el negocio y ha sacado las habilidades de su padre. De casta le viene al galgo.

Fue Alberto el último en cortarle el pelo a mi padre. Sabía de su enfermedad y supuso que ese era el motivo por el que llevaba más  tiempo del habitual sin pasar  a visitarle, por lo que se ofreció a venir a casa. Aquél día prescindió de media hora de su corto descanso  del mediodía, para hacer ese trabajo antes de abrir la peluquería por la tarde. Cuando  fuimos a pagarle nos dimos cuenta de que estábamos ofendiéndole. Lo que acababa de hacer no formaba parte de su negocio y lo que se hace por amistad no se cobra.

 

lunes, 15 de octubre de 2018

Pedro Fanlo, alias "Ruja"

REEDICIÓN (edición: 03/06/2012)
 
 




Tuve el honor de conocer a Ruja y de escuchar de su voz alguna de las anécdotas que aquí se narran. También a Teresa, su mujer, a la que Dios concedió la virtud de la paciencia para convivir con una persona de su temperamento. Como homenaje a ellos quiero dedicar este relato a sus hijos (Graciela, Pedro y Marité), nietos (José Manuel, María Victoria, Fernando, Sonia, Rosa, Teresa, Patricia y Aznar) y biznietos (Víctor, Carlos, Manuel, Gabriela, Leire, Mario, Aurora, Carla y Gonzalo).

 

En un lugar de Los Monegros de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un guarda jurado de los vocacionales de su profesión, con chapa en bandolera, rifle colgado al hombro, boina ladeada, morral con bota de vino, cigarro en los labios, ceño fruncido, amor a los animales, recelo hacia las personas y elevado sentido de la justicia, la lealtad y el honor. Su nombre de pila era Pedro y su apellido Fanlo, pero todas  las gentes del lugar y alrededores le conocían por Ruja, apelativo con el que ha pasado a la historia de la comarca.

La figura de Ruja formaba parte de este paisaje
(Foto José Ramón Blasco)
Es pues de saber que nuestro protagonista, durante su infancia y adolescencia, se dio a leer libros de aventuras y novelas del Oeste, con tanta afición y gusto que olvidó casi de todo punto los juegos habituales de su edad y la relación con sus compañeros de escuela. Su vivienda, aislada en  medio del monte, primero como hijo de quien también fue guarda y después ejerciendo dicho oficio, tampoco favoreció en demasía el desarrollo de la sociabilidad que parece inherente a la condición humana.

Por su carácter arisco no necesitó demasiado esfuerzo para ganarse el respeto que su profesión  requería. Sin  embargo fueron sus valerosas intervenciones en acciones puntuales las que le fueron elevando poco a poco a la categoría de mito. Como  aquél  altercado en el que cuchillo en mano hizo huir a los componentes de una tartana de gitanos, pudiendo haber perdido la vida y estando a punto de hacérsela perder al que salió sigilosamente del grupo para atacarle por la espalda con una hoz.

Torrollón ubicado en el que fue su territorio
(Foto ocminter)
Sólo algún cazador furtivo despistado osaba poner los pies en su jurisdicción. O alguien que, por considerarse fuerza viva del lugar, pensaba que su presencia iba a ser merecedora de la vista gorda. Así le sucedió a un tal mosen  Andrés, que a pesar de su condición sacerdotal fue encañonado por el rifle de Ruja a la voz de “¡Manos arriba!”.
— ¿No  me  conoces, Pedro, hijo mío?
— ¡En primer lugar no soy hijo suyo y en segundo he dicho que las manos arriba!

Su relación con la religión era la mínima imprescindible. Para casarse con Teresa (santa esposa donde las haya) y para bautizar a sus hijos Graciela, Pedro y Marité. Los domingos solía acompañar a las mujeres de su casa a la iglesia y se marchaba de recados, hasta que calculaba que había terminado la misa. Parece ser que un día el sacerdote se extendió  en  la homilía y tuvo que esperar más de la cuenta. A la salida las recibió con moderadas manifestaciones sobre la institución, sus miembros y sus actos:
— ¡Me jodo en la Iglesia, me  jodo  en los curas, me jodo  en las misas y me jodo en los sermones!
Su hija Marité (tenía que llevar sus genes) fue la única persona que se atrevió a plantarle cara, en  esta  situación y en otras varias de la vida en las que fue necesario hacerlo:
— ¿Sabe lo que le digo? ¡Que yo me jodo en usted, padre!

Posando orgulloso con sus hijos Pedro y Marité.
Al igual que los manantiales ocultos en las entrañas del agreste paisaje monegrino son detectados por las varas cruzadas del zahorí, la sensibilidad escondida tras la coraza de hombre duro de nuestro ilustre personaje podía ser puesta en evidencia por un buen ambiente en torno a un guiso de conejo, con la bota de vino dando vueltas entre los comensales. Entonces afloraba el verbo fácil de un ameno narrador de sus vivencias, aderezadas frecuentemente con un especial sentido del humor. Como aquella vez en que tuvo que ponerse delante de un juez y fue presionado por el fiscal, para que hiciera extensiva la responsabilidad del suceso juzgado a la persona para la que trabajaba:
—Veo que quiere asumir personalmente toda la culpa, para congraciarse con quien le da de comer todos los días.
—A mí no tiene que darme de comer nadie, porque ya hace muchos años que me enseñó mi madre a hacerlo solo.

Una de sus debilidades fue su hija Marité.
Era en esas comidas cuando se ponía de manifiesto el poso de lo mucho que había leído. Además de las novelas de vaqueros, que tanto le habían marcado, conocía profundamente la obra de Emilio Salgari. Y cuando pensabas que sus lecturas no habrían pasado de ese tipo de literatura, te dejaba de una pieza al comentar con la mayor naturalidad que el libro que más le había impresionado era Los Miserables de Víctor Hugo.

Por aquellos pueblos no era el coco el que amedrentaba a los niños, sino la amenaza de llamar a Ruja. Ese variopinto personaje capaz de coger la moto a continuación de que una bala rebotada le hubiese vaciado la cuenca de un ojo, para presentarse en casa del propietario de la finca tras unas gafas de sol y decirle con tranquilidad: “He tenido un pequeño accidente”. El mismo que, conociendo desde su nacimiento a las hijas de éste, cuando se las encontraba con alguien que no consideraba allegado a la familia les apeaba el tuteo y las trataba de señoritas.

Nunca fue excesivamente dado a las manifestaciones de afecto, pero supo dejar como herencia a sus seres más queridos una entrañable muestra de su sensibilidad. A los pocos días de morir descubrió su familia en un almacén, al que sólo él tenía acceso, unas cuantas cajas de cartón. Cada una de ellas llevaba escrito con primorosa caligrafía el nombre de uno de sus nietos. Dentro de las mismas había una cuidadosa selección de libros, de acuerdo con la edad y gustos de sus destinatarios.

 

miércoles, 10 de octubre de 2018

Las vacaciones de mi infancia

REEDICIÓN (edición: 19/09/2012)




Foto de Johannes




Este relato lo he escrito para responder a la invitación del amigo Nergal, cuyo blog es El cajón de Pandoro. Simplemente hay que publicar una entrada sobre las vacaciones. Yo, como se puede elegir, me he decantado por aquéllas que me traen mejores recuerdos. 




Ni playas caribeñas, ni montañas exóticas, ni hoteles paradisíacos, ni carismáticas ciudades, ni safaris fotográficos, ni cruceros por el mundo mundial. Mis mejores vacaciones fueron las de mi infancia, en una casa agrícola en medio de Los Monegros, con mis seis hermanos, tres primos y amigos que iban y venían.  También estaban las personas mayores, claro.

Después de nueve meses en colegio de curas, con dedicación y disciplina de las de antes, te habías hecho devoto de San Luis Gonzaga. Solía ser sobre su fecha, el 21 de junio, cuando empezaban las añoradas vacaciones de verano. El día 22  se nos antojaba demasiado tarde para salir de estampida hacia la libertad. Mi padre tampoco se hacía el remolón para venir a buscarnos, porque como durante el resto del año tenía que aprovechar los fines de semana para venir a vernos (los niños estábamos en Zaragoza, con mi madre y Pilarín, por los estudios) quería aprovechar para disfrutar (es un decir) de la familia a tiempo completo esos tres meses largos (hasta primeros de octubre).

Las carreteras y los coches de entonces convertían los ciento siete kilómetros que nos separaban del destino en la primera aventura del verano. Entre el  anciano Peugeot gris descatalogado (matrícula Z-9753) y el verde Seat Seiscientos (Z-24673), en el que mis padres llegaron a meterse con once niños (entonces no paraba la benemérita por esos motivos) estaba el vehículo destinado a llevarla a buen término.

Recuerdo el sabor de la biodramina, que me daba mi madre por ser proclive a los mareos. Producía el efecto contrario al deseado, porque lo relacionaba con los mismos y me garantizaba las nauseas antes de subir al coche. Nos hicimos auténticos especialistas, primero en caber y luego en colocarnos de la forma más cómoda posible. Sin embargo era raro que no hubiera que interrumpir el viaje en un par de ocasiones, para solventar asuntos personales (pises, mareos o piernas dormidas) o técnicos (pinchazo o calentón del agua del radiador). Cada uno de los pueblos por los que pasábamos (Villanueva de Gállego, Zuera, Almudévar, Tardienta, Almuniente…) daba nombre a los capítulos del viaje y rienda suelta a las preguntas sobre el tiempo o el espacio que faltaba. El último (Grañén) era la referencia de que nos encontrábamos a doce kilómetros de la añorada meta. Recién pasada la estación de Poleñino se divisaban ya los dos árboles que custodiaban la entrada a los seiscientos metros del camino de las moreras, que daba definitivo acceso a los edificios.

Los abuelos se habían adelantado o estaban a punto de llegar, lo mismo que los tíos y primos. Los que por vivir allí todo el año siempre se encontraban para recibirnos eran Paco y Atina, los encargados, demasiado jóvenes para ser nuestros terceros abuelos pero con todos los derechos adquiridos desde un punto de vista afectivo. Su hija Pilarín, a la que he nombrado antes, vivió con nosotros hasta que se casó. Fue nuestra segunda madre. Con cualquiera de ellos, o con los tres, podría hacerse la más entrañable de las entradas.

Nuestra primera actividad consistía en fabricar un lugar donde reunirnos la gente menuda. Bajo las severas instrucciones de nuestro hermano mayor y líder (además de alguna que otra hostia, que enseguida obviabas para no caer en la vergüenza de ser expulsado de la banda) fuimos mejorando con los años en espacio, solidez e impermeabilidad. El paso del Paleosáquico (antigua construcción con saco) al Neopájico (nueva construcción con pacas de paja) resultó definitivo. En esas barracas, evidentemente con acceso vedado a los mayores, se fraguaban todas nuestras fechorías.

Eran tiempos en los que la austeridad formaba parte de la educación, independientemente de la situación económica de cada familia. Te creabas muchos más juguetes de los que te regalaban. Primaba la imaginación sobre la evidencia. ¿Para qué necesitabas algo con forma de caballo pudiendo galopar con una caña entre las piernas?

No se compraban cosas para adaptarlas a las supuestas necesidades de las personas, sino que las necesidades de las personas se adaptaban a las cosas que había. La bicicleta era un modesto vehículo, pero un juguete de lujo. El problema no era que no te la cambiaran por otra cuando crecías, sino simplemente que no tenías. En nuestro caso había dos, heredadas de la generación anterior, para los diez primos. En unos Reyes se incorporó una tercera a la cuadra, que nos hizo los seres más felices. Por supuesto era de tamaño grande, como las otras, porque en caso contrario a los mayores no les hubiera servido cuando se les hubiese quedado pequeña, mientras que de esta forma los pequeños podían pedalear de pie hasta que les llegara el culo al asiento.

Un día que les contábamos a mis sobrinos que el 10 de agosto mi abuela nos dejaba tomar una coca-cola para celebrar el día de San Lorenzo, patrón de Huesca, se quedaron callados esperando la explicación de dónde estaba la gracia. Tuvimos que aclararles que entonces esas cosas estaban en casa para las visitas y las personas mayores. La bebida de los niños era el agua (por supuesto del grifo o del pozo) y, de vez en cuando, aquéllas gaseosas que te fabricabas mezclando el contenido de un sobre amarillo con el de otro blanco. A primeros de mes ya estabas dándole vueltas a la decisión de si ese año te ibas a decantar por la coca-cola o por el kas de naranja. Y disfrutando como un enano de esos momentos, que entonces todavía no se habían inventado los traumas infantiles.

Teníamos piscina y bien grande por cierto. ¿Qué es eso de la depuradora y los tratamientos del agua? Hubieran  matado a las ranas y culebras, no seas burro.

Dos de aquellos veranos estuvieron presididos por sendos regalos antológicos. El primero fue de nuestro abuelo. Un coqueto carro pintado de rojo, en el que enganchábamos a la burra Platera, se convirtió en nuestro vehículo de excursiones y aventuras. El segundo, cuando éramos un poco más talluditos, de nuestro padre. Con una moto vieja, las ruedas de una vespa, un poco de imaginación y la eficaz colaboración técnica y mano de obra de los hijos del herrero de Poleñino (el tiempo demostró lo que valían esos chavales) nos hizo un kart, con el que aprendimos a conducir y pasamos momentos inolvidables.

La televisión era ese aparato nuevo que había comprado el abuelo y que veían los mayores. A los pequeños solo nos apetecía por la noche, cuando ya no se podía estar por la calle, pero entonces tenías que marcharte a la cama o salían los putos rombos. Dichosos rombos. No creo que los pusieran por el  destape, porque por aquél entonces cuando a una mujer se le ocurría enseñar en su escote el principio del canalillo, le plantificaban una gasa para que no se excitara el personal. Y eso hubiera sido además por los mayores, porque a nuestras edades entendías un poco de culos, pero a las tetas todavía no les habías encontrado otra gracia que la de dar de mamar a los críos.

Mi hermana la mayor siempre dice que a su hija apenas le contó cuentos, porque cuando empezaba con Caperucita y el lobo le decía que le gustaban más sus relatos de lo que hacíamos cuando éramos pequeños.


viernes, 5 de octubre de 2018

Nosotros los pelirrojos

REEDICIÓN (edición: 09/07/2012)
 



 

Comentaba el otro día mi vecina del blog de arriba que a su hija no le gustan las pecas. Suele haber un motivo para que a alguien no le gusten las pecas: tenerlas. El que ya no es exactamente igual es el inconveniente que cada uno de los poseedores de las mismas les encontramos. Seguramente la hija de mi vecina pensará, equivocadamente, que no  le favorecen. Cuando a su condición de mujer se une esa edad, esa melena pelirroja, esos ojos azules y esa  madre, no hay aditamento (incluidas las pecas) capaz de perturbar una belleza garantizada. Estoy seguro de que en su caso la realzan.
 
Al  portador de pecas que suscribe le afectaron de otra manera, aunque desde hace ya mucho tiempo puede convivir con ellas sin mayores problemas. No me estoy refiriendo siquiera a sus años mozos, en los que realmente no llegó a plantearse seriamente lo que podían influir en sus más que dudosos encantos faciales. El problema fue en su infancia, cuando su moflete era pellizcado brutal y reiteradamente por las señoras que le consideraban salao por el mero hecho de ser pecoso. Y entonces no había números de teléfono para poder denunciar ese tipo  de acosos.

En muchas ocasiones las pecas son uno de los síntomas de que eres pelirrojo. Como en el caso de la hija de mi vecina de blog. O como en el mío propio, aunque yo ya no pueda presentar la zona capilar como prueba definitiva. Con el paso del tiempo he ido recuperando la cabeza del pelo, hasta que he terminado por tomar la decisión de ampliar el área de afeitado y llevar el cráneo tan rapado como la cara. Calvo, pero honrado. Nadie podrá decir que me dejo el pelo largo para hacerme una cortinilla. Pero uno es peludo y el vello no le deja por embustero, además de un color de piel que aún habiéndose curtido con los años sigue tendiendo a lechoso. 

Es esa piel la principal dificultad con que nos encontramos los pelirrojos españoles para adaptarnos a un clima para el que no nacemos adecuadamente acondicionados. No era infrecuente que en las primeras noches de mis veranos infantiles, sobre todo en esa época en la que ya me había liberado un poco de las alas de una madre clueca, tuviera que dormir entre pañuelos de seda para poder soportar el roce de las sábanas. Ahora existen factores de protección, after sun y otros adelantos, pero uno pertenece a la generación de la nivea. Nivea para antes, nivea para durante y nivea para después. Y donde no llegaba la crema se hacía lo que se podía con los remedios caseros.
 
El hecho de que no dé el tipo de moreno español no implica que renuncie un ápice a mi orgullo de ser de aquí. Considerando que mis escasas dotes para el aprendizaje de idiomas las dediqué al francés, porque estudiaba en aquellos tiempos en los que se decía que la lengua de los gabachos podía ser más útil porque estaban más cerca, resulta que de inglés no sé ni palabra. También es culpa mía por no haberme buscado la vida después, pero ese es otro asunto. El caso es que las veces que me he relacionado con los ingleses yendo con amigos nacionales, se han dirigido a mí pensando que era uno de los suyos. Y no hay cosa que más me subleve, porque como buen español no puedo tragarlos por su prepotencia.

Yo soy pelirrojo por la gracia de Dios. Y no  lo digo  por estar especialmente orgulloso de serlo, sino  porque el Creador quiso hacer esa gracia conmigo. Mi padre era más moreno que la madre que me parió, que es castaña oscura. Entre esos dos pelajes se mueven mis hermanos. De pequeño se empeñaron en buscarme un tío lejano pelirrojo, hasta que se dieron cuenta de que había asumido con naturalidad mi condición de raro de la familia. En ningún momento  me cupo  la menor duda de nada. En primer lugar porque la honestidad de mi  madre es una de las pocas cosas por  las que pondría la mano en el fuego en este mundo. En segundo porque todavía soy de los que nacían en casa, lo que evita cualquier posibilidad de confusión o cambiazo. Además un día que estaba  mi padre  con el  brazo levantado  pude observar en su axila algunos pelos rojizos, entremezclados con los morenos. Desde entonces puedo presumir y presumo de haber salido al sobaco de mi progenitor.