REEDICIÓN (edición: 19/09/2012)
Este
relato lo he escrito para responder a la invitación del amigo Nergal, cuyo blog
es El cajón de Pandoro. Simplemente
hay que publicar una entrada sobre las vacaciones. Yo,
como se puede elegir, me he decantado por aquéllas que me traen mejores
recuerdos.
Ni
playas caribeñas, ni montañas exóticas, ni hoteles paradisíacos, ni
carismáticas ciudades, ni safaris fotográficos, ni cruceros por el mundo
mundial. Mis mejores vacaciones fueron las de mi infancia, en una casa agrícola
en medio de Los Monegros, con mis seis hermanos, tres primos y amigos que iban
y venían. También estaban las personas
mayores, claro.
Después
de nueve meses en colegio de curas, con dedicación y disciplina de las de
antes, te habías hecho devoto de San Luis Gonzaga. Solía ser sobre su fecha, el
21 de junio, cuando empezaban las añoradas vacaciones de verano. El día 22 se nos antojaba demasiado tarde para salir de
estampida hacia la libertad. Mi padre tampoco se hacía el remolón para venir a
buscarnos, porque como durante el resto del año tenía que aprovechar los fines
de semana para venir a vernos (los niños estábamos en Zaragoza, con mi madre y
Pilarín, por los estudios) quería aprovechar para disfrutar (es un decir) de
la familia a tiempo completo esos tres meses largos (hasta primeros de octubre).
Las
carreteras y los coches de entonces convertían los ciento siete kilómetros que
nos separaban del destino en la primera aventura del verano. Entre el anciano Peugeot gris descatalogado (matrícula
Z-9753) y el verde Seat Seiscientos (Z-24673), en el que mis padres llegaron a
meterse con once niños (entonces no paraba la benemérita por esos motivos) estaba
el vehículo destinado a llevarla a buen término.
Recuerdo
el sabor de la biodramina, que me
daba mi madre por ser proclive a los mareos. Producía el efecto contrario al
deseado, porque lo relacionaba con los mismos y me garantizaba las nauseas
antes de subir al coche. Nos hicimos auténticos especialistas, primero en caber
y luego en colocarnos de la forma más cómoda posible. Sin embargo era raro que
no hubiera que interrumpir el viaje en un par de ocasiones, para solventar asuntos
personales (pises, mareos o piernas dormidas) o técnicos (pinchazo o calentón
del agua del radiador). Cada uno de los pueblos por los que pasábamos (Villanueva
de Gállego, Zuera, Almudévar, Tardienta, Almuniente…) daba nombre a los
capítulos del viaje y rienda suelta a las preguntas sobre el tiempo o el
espacio que faltaba. El último (Grañén) era la referencia de que nos
encontrábamos a doce kilómetros de la añorada meta. Recién pasada la estación
de Poleñino se divisaban ya los dos árboles que custodiaban la entrada a los seiscientos
metros del camino de las moreras, que daba definitivo acceso a los edificios.
Los
abuelos se habían adelantado o estaban a punto de llegar, lo mismo que los tíos
y primos. Los que por vivir allí todo el año siempre se encontraban para recibirnos eran
Paco y Atina, los encargados, demasiado jóvenes para ser nuestros terceros
abuelos pero con todos los derechos adquiridos desde un punto de vista
afectivo. Su hija Pilarín, a la que he nombrado antes, vivió con nosotros hasta
que se casó. Fue nuestra segunda madre. Con cualquiera de ellos, o con los
tres, podría hacerse la más entrañable de las entradas.
Nuestra
primera actividad consistía en fabricar un lugar donde reunirnos la gente
menuda. Bajo las severas instrucciones de nuestro hermano mayor y líder (además
de alguna que otra hostia, que enseguida obviabas para no caer en la vergüenza
de ser expulsado de la banda) fuimos mejorando con los años en espacio,
solidez e impermeabilidad. El paso del Paleosáquico
(antigua construcción con saco) al Neopájico
(nueva construcción con pacas de paja) resultó definitivo. En esas barracas,
evidentemente con acceso vedado a los mayores, se fraguaban todas nuestras fechorías.
Eran
tiempos en los que la austeridad formaba parte de la educación, independientemente
de la situación económica de cada familia. Te creabas muchos más juguetes de
los que te regalaban. Primaba la imaginación sobre la evidencia. ¿Para qué
necesitabas algo con forma de caballo pudiendo galopar con una caña entre las
piernas?
No
se compraban cosas para adaptarlas a las supuestas necesidades de las personas,
sino que las necesidades de las personas se adaptaban a las cosas que había. La
bicicleta era un modesto vehículo, pero un juguete de lujo. El problema no era
que no te la cambiaran por otra cuando crecías, sino simplemente que no tenías.
En nuestro caso había dos, heredadas de la generación anterior, para los diez
primos. En unos Reyes se incorporó una tercera a la cuadra, que nos hizo los
seres más felices. Por supuesto era de tamaño grande, como las otras, porque en
caso contrario a los mayores no les hubiera servido cuando se les hubiese
quedado pequeña, mientras que de esta forma los pequeños podían pedalear de pie
hasta que les llegara el culo al asiento.
Un
día que les contábamos a mis sobrinos que el 10 de agosto mi abuela nos dejaba
tomar una coca-cola para celebrar el
día de San Lorenzo, patrón de Huesca, se quedaron callados esperando la
explicación de dónde estaba la gracia. Tuvimos que aclararles que entonces esas
cosas estaban en casa para las visitas y las personas mayores. La bebida de los
niños era el agua (por supuesto del grifo o del pozo) y, de vez en cuando,
aquéllas gaseosas que te fabricabas mezclando el contenido de un sobre amarillo
con el de otro blanco. A primeros de mes ya estabas dándole vueltas a la
decisión de si ese año te ibas a decantar por la coca-cola o por el kas de
naranja. Y disfrutando como un enano de esos momentos, que entonces todavía no
se habían inventado los traumas infantiles.
Teníamos
piscina y bien grande por cierto. ¿Qué es eso de la depuradora y los
tratamientos del agua? Hubieran matado a
las ranas y culebras, no seas burro.
Dos
de aquellos veranos estuvieron presididos por sendos regalos antológicos. El
primero fue de nuestro abuelo. Un coqueto carro pintado de rojo, en el que
enganchábamos a la burra Platera, se convirtió en nuestro vehículo de
excursiones y aventuras. El segundo, cuando éramos un poco más talluditos, de
nuestro padre. Con una moto vieja, las ruedas de una vespa, un poco de imaginación y la eficaz colaboración técnica y
mano de obra de los hijos del herrero de Poleñino (el tiempo demostró lo que
valían esos chavales) nos hizo un kart,
con el que aprendimos a conducir y pasamos momentos inolvidables.
La
televisión era ese aparato nuevo que había comprado el abuelo y que veían los
mayores. A los pequeños solo nos apetecía por la noche, cuando ya no se podía estar
por la calle, pero entonces tenías que marcharte a la cama o salían los putos
rombos. Dichosos rombos. No creo que los pusieran por el
destape, porque por aquél entonces cuando a una mujer se le ocurría
enseñar en su escote el principio del canalillo, le plantificaban una gasa para
que no se excitara el personal. Y eso hubiera sido además por los mayores, porque a nuestras
edades entendías un poco de culos, pero a las tetas todavía no les habías
encontrado otra gracia que la de dar de mamar a los críos.
Mi
hermana la mayor siempre dice que a su hija apenas le contó cuentos, porque
cuando empezaba con Caperucita y el lobo le decía que le gustaban más sus
relatos de lo que hacíamos cuando éramos pequeños.