A
pesar de ser el peor remunerado y al que más horas le dedicaba de cuantos
trabajos he desempeñado en mi vida, fue también uno de los más gratificantes.
Estuve durante algo más de un año de agente de asistencia en Ocaso. Mi labor
consistía en atender a las familias, representando a la compañía, al producirse
el fallecimiento de un asegurado. Cuando estaba de guardia podía ser llamado
por mi central, a cualquier hora del día o de la noche, para comunicarme que me
hiciera cargo de un servicio. Yo me ponía en contacto con la funeraria y acudíamos
con el profesional de la misma al domicilio o al hospital, dependiendo dónde se
encontrara la familia del difunto.
De
los más de doscientos servicios que tuve que atender, los que más llamaron mi atención
fueron los que correspondieron a familias de gitanos. A los payos nos da
repelús pensar en estos sucesos y normalmente nos pillan absolutamente
descolocados. A ellos, sin embargo, les coge más preparados. En el cementerio
de Zaragoza, como seguramente ocurrirá en los de otras ciudades, casi todos los
nichos bien ubicados que quedan libres terminan en sus manos. El motivo es que
están continuamente allí, tanto para visitar y mimar las tumbas de sus difuntos
como para tener previstas las que tengan que ocuparse en el futuro. Son mucho menos
recatados que nosotros en sus manifestaciones de dolor y no suelen hacer uso
del coche funerario dentro del recinto. En primer lugar porque consideran que para
eso están los hombros de los seres queridos y en segundo porque el trayecto
desde la capilla hasta el nicho, por lo que acabo de comentar, suele ser bastante
corto.
En
uno de los servicios en que tuve que atender a una familia gitana fue cuando
conocí a Manuel. Era hijo del fallecido. Tengo que decir que las cosas no
empezaron pintando demasiado bien para la integridad física del compañero de la
funeraria y la mía. Sucedió que el difunto había tenido contratado durante unos
años un seguro de lujo, pero para abaratar costes había cambiado a otro más sencillo.
El caso es que o no se lo había comentado
a la familia o ésta decidió no darse por enterada. Total que conforme yo
iba describiendo las coberturas a que tenían derecho, la docena de parientes
que nos rodeaba iba negando con la cabeza. Hubo un momento en que miré por
dónde íbamos a tener que salir corriendo, pero (en buena parte gracias a la
intervención de Manuel) terminaron por aceptar lo que les decía y la sangre no
llegó al río. Superado ese momento todo se desarrolló con absoluta armonía,
tanto en la casa, como en el tanatorio, como en el funeral y el entierro.
Unos
quince días después del fallecimiento, hay que quedar con un familiar para
hacerle entrega de la documentación. El que se encargó fue Manuel, con el que
ya había cogido una cierta confianza. Me agradeció lo bien que había estado
todo y quiso demostrármelo contratando el mismo seguro que su padre. A decir
verdad no llegó a pagar ni la primera prima, pero no vamos a ponernos
puntillosos. El detalle ahí estuvo.
La
entrevista se desarrolló en un ambiente relajado. Como ninguno de los dos
teníamos excesiva prisa, salieron a colación otros temas. Me enseño una citación
que había recibido del juzgado y que no terminaba de entender. Efectivamente,
le faltaba una referencia para identificar el asunto que la motivaba. Le dije
que intentara ver si le aclaraban algo por teléfono y me respondió que no iba a
ser capaz explicarse bien, por lo que me ofrecí a llamar en su nombre.
—¿Me
harías ese favor?
—Si
tú no tienes inconveniente, por ser un asunto personal, lo haría encantado.
—Tengo
confianza en ti. Además no puede ser más que por un accidente que tuve con el
coche, pero me quedaría más tranquilo si me lo confirmaran.
Llamé
al juzgado y expliqué lo sucedido, aportando el dato de la suposición del
interesado por si servía de ayuda. Me preguntaron mi relación con el titular y
respondí que era amigo del mismo. Al parecer se trataba de otro asunto y así se
lo hice saber a Manuel, el cual manifestó en voz alta que no había problema
alguno en que me notificaran a mí lo que fuera. Así lo hicieron.
—Parece
que al final no va a ser lo del coche, sino lo otro –le comenté un poco cortado
al colgar el teléfono.
—¿Lo
otro? No puede ser otra cosa. ¿Qué es lo otro?
—Seguramente
se trata de un error, porque me han dicho algo de un atraco a mano armada.
—¿Todavía
estamos con eso? La semana pasada le pagué la minuta al abogado, porque me dijo
que ya estaba arreglado el asunto. Esta tarde sin falta iré a su despacho.
Espero no tener que rajarlo.
No me lo pongas tan
difícil jodío, pensé
durante unos instantes; pero mientras tanto mi mente ya iba trabajando en
adaptar la información recibida a la buena imagen que me había hecho de mi
nuevo amigo. Sería injusto por mi parte negarle la presunción de inocencia sin
saber lo que realmente había sucedido, ni siquiera si los tribunales habían
juzgado. Y aun suponiendo que hubiera tenido algo que ver, estaba seguro de que
el atraco había sido a un banco. No iba a ponerme en contra del sabio refranero,
que dice claramente aquello de que “quien
roba a un ladrón tiene cien años de perdón”. Si la sociedad había sido
benévola con el Dioni, ¿no podía yo serlo con quien me había dado muestras de
nobleza? Y con respecto al comportamiento de determinados abogados, para qué
vamos a hablar. Los propios gitanos han enriquecido el recién citado refranero
con esa maldición que dice: “Tengas
pleitos y los ganes”. ¿Es de recibo engañar al cliente, diciéndole que todo
está solucionado, para cobrarle la minuta?
Al
despedirnos me dijo mirándome a los ojos que su casa era la mía y que no dudara
en visitarle cuantas veces quisiera, porque allí nunca iba a faltarme un café
preparado por una gitana canastera. Le manifesté mi agradecimiento y le dije sinceramente
que había sido un placer haberle conocido. No iba a cambiar mi opinión sobre él
por un quítame allá ese supuesto atraco.