REEDICIÓN (edición: 09/11/2015)
Había terminado por resignarse a ser entregada al hombre que otros habían elegido para ella. No sentía rencor alguno hacia quien al fin y al cabo también iba a cumplir órdenes. En ningún caso pretendía responsabilizarle de ser el impedimento para hacer realidad su sueño de casarse con el amor de su vida. La culpa era de quienes le mandaban. Como no podía suceder de otra manera, a un día tan señalado le había precedido una noche prácticamente en vela. Trató de mitigar con el maquillaje las secuelas del insomnio y el sufrimiento. Se había hecho recoger el pelo en un discreto moño, por considerar que era el peinado más adecuado para la ocasión. La austeridad, que siempre había realzado su elegancia natural, presidía su atuendo. Ninguna joya. Una voz le indicó que estaba llegando el coche de caballos que pasaba a recogerla. Su respuesta fue ponerse en pie sin decir palabra y dirigirse con paso firme al portón de salida. Con el morbo de quienes observan a una res camino del matadero, un montón de ojos se posaron en ella cuando apareció en el umbral. El trayecto lo pasó absorta en sus pensamientos, hasta que alguien le abrió la portezuela y le ayudó a bajar. A menos de veinte metros estaban las escaleras. Hasta llegar a ellas sintió un ligero temblor en las piernas. En lo alto lo vio a él por primera vez, esperándola inmóvil con la solemnidad de un verdugo. Cuando estuvieron frente a frente lo miró fijamente a los ojos. Notó que era incapaz de aguantarle la mirada, ni siquiera al amparo del pasamontañas que le cubría la cabeza, antes de invitarle con un gesto a poner el cuello en el cepo de la guillotina.