Cita del día

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CITA DEL DÍA: «A los ídolos no hay que tocarlos: se queda el dorado en las manos» (Gustave Flaubert).

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domingo, 20 de diciembre de 2020

Mis mejores deseos

 


Si este cabrón de virus se ha creído

que nos tiene cogidos por los huevos

y que va a confundir nuestros deseos,

conmigo puede darse por jodido.

 

Cuando este año tan borde se haya ido

la vacuna vendrá con aires nuevos,

restituyendo a todos mis blogueros

sueños de los que habían prescindido.

 

Aunque está siendo dura la carrera,

se volverá a poder lo que se  pudo

y todo volverá a ser como  era.

 

Así  lo quiere este maño  tozudo,

que unas felices  Fiestas  os desea

y un 2021 cojonudo. 


 

lunes, 14 de diciembre de 2020

Mi sobrino Jaime (5 de 9)

REEDICIÓN (edición: 21/06/2014)

 


Se lo das todo lo desordenado que quieras y en  medio
 minuto te lo devuelve con un color en cada cara.




Cuando nació le dijeron a su madre: "Ha tenido usted un armario ropero". Siempre apuntó maneras de lo que ha terminado convirtiéndose en metro ochenta y tantos de fornido chicarrón. Venía así de fábrica. No necesita pasar por el gimnasio para estar cuadrado y duro como una piedra.

Defensa central leñero, como no podía ser de otra forma. Tan fuerte como buena persona. Si puede servirte de ayuda en algo lo intuye, se te ofrece y le quita importancia, para que no tengas que agradecérselo. 

En la familia de su madre se empeñaron en preocuparse por él, seguramente porque el chaval había salido a la nuestra. No sé si llegaron a consultar al psicólogo, pero me figuro una conversación similar a ésta:
—Estoy preocupada por mi hijo el segundo.
—¿Tiene algún problema?
—Es raro.
—¿Pero qué tipo de rareza? ¿Es extremadamente feo?
—Qué va, si es guapísimo. Está mal que yo lo diga, pero todo el mundo lo comenta.
—¿Enclenque? ¿Se aprovechan de su debilidad los más fuertes?
—No hombre, no. Si es el más fuerte de la clase. Sus compañeros acuden a él cuando necesitan protección.
—¿Demasiado agresivo entonces?
—Tampoco. Si tiene que pegarse con alguien se pega, pero nunca empieza las peleas. Además no tiene demasiadas, porque habitualmente los que han reñido con él no quieren repetir.
—Ya veo que el problema está en los estudios. ¿Saca malas notas?
—Vuelve a fallarle el olfato. Es de los primeros de la clase. 
—¿Entonces es que tiene algún problema de adaptación?
—Ahí ya le veo más centrado. Es tímido.
—¿Pero cómo de tímido? ¿Le cuesta relacionarse? ¿No tiene amigos?
—No es eso. Lo cierto es que se lo rifan los chicos de su clase. Todos quieren ser sus amigos. Tengo un presupuesto con él en regalos de cumpleaños.
—Creo que más que un problema tiene usted un mirlo blanco. Si yo tuviera una hija de su edad le tirábamos los tejos. Me rindo. ¿Cuál es en realidad el motivo de su preocupación?
—Que no le gusta bailar.

Los varones de mi familia no bailamos. Y no es porque tengamos un acusado sentido del ridículo —que también—, sino porque resulta grotesco. Para qué vamos a engañarnos. Muchas personas han querido redimirnos de nuestra timidez, mostrándonos la soltura con que ellas se contorsionaban y preguntándonos si las encontrábamos ridículas. Como también somos educados, nunca les hemos respondido.

Soy consciente de que alguno de mis lectores más raros no estará de acuerdo con mi opinión sobre el baile, pero en lo que sí coincidiremos es en que no debe ser motivo de grave preocupación el hecho de que a un niño no le guste practicarlo. Sobre todo si ese rechazo lo lleva en los genes paternos.

Un error que podías cometer con mi sobrino de crío era considerarlo autosuficiente, debido a su fortaleza física. Siempre fue un niño muy sensible, que necesitaba sentirse querido. Mi madre —nadie mejor que la abuela para captar esos detalles— nos lo decía con frecuencia. Aunque realmente no era necesario, porque Jaime siempre se ha hecho querer. Adorar. Todavía, a sus ya cumplidos veinte años y con sus largos ciento ochenta centímetros de morlaco, el mero hecho de pronunciar su nombre sigue despertando en todos los miembros de mi familia una tierna sonrisa de simpatía y cariño.


 
Guillermo (4)                                                Página principal                                                Diego (6)

lunes, 7 de diciembre de 2020

Mi sobrino Guillermo (4 de 9)

REEDICIÓN (edición: 13/05/2014)
 
 





Mi hermano el sexto es el guapo oficial de los siete. Se casó con una guapa y tuvieron tres guapicos varones. Dicho así puede sonar a retintín, pero nada más lejos de la realidad. No es la belleza la característica más destacada de ninguno de los cinco. Simplemente estaba presumiendo de hermano, de cuñada y de sobrinos guapos.

Guillermo es el primero de los tres hijos. Plenamente consciente de la importancia que tiene el mayor en la educación de los hermanos más pequeños, siempre ha asumido su papel con una responsabilidad encomiable. No los deja vivir desde que abren los ojos al despertarse hasta que los cierran para dormirse. Les toma el pelo, se les ríe, les arrea, les insulta... Lo que se dice un chollo para unos padres que se han encontrado con el trabajo hecho. Apenas han tenido que dedicar tiempo para imbuir a sus dos hijos menores que a este mundo se ha venido a luchar.

Quizá resulte una obviedad si digo que pocas veces he visto que alguien quiera tanto a sus hermanos como Guille a los suyos. Una cosa es que él los putee con el derecho —incluso la obligación— que le confiere su condición de mayor y otra muy distinta que nadie ose meterse con ellos, si no quiere vérselas tiesas con él. 

Hubo dos cosas que me llamaron la atención desde su más tierna infancia: su agudeza y sus facultades físicas. Son muchos los recuerdos. Tendría dos años recién cumplidos aquellas Navidades en las que su abuelo materno, con toda la ilusión, se disfrazó de Papá Noel para darle unos juguetes:
—¿Has visto a Papá Noel, hijo mío?
—Sí, belo (abuelo) —respondió el cabrón del crío.

Sobre sus facultades físicas y coordinación de movimientos, nunca olvidaré su imagen encima de aquél triciclo. La primera vez que lo vi estuve al borde del infarto. Como todavía no llegaba a darle a los pedales, se impulsaba con las puntas de los pies en el suelo y cogía una velocidad increíble. Cuando me di cuenta de que se acercaba a la pared de enfrente sin tiempo para frenar, me levanté sobresaltado a recoger lo que quedara de él al estamparse contra ella. Con un golpe de cadera giró noventa grados y enfiló el siguiente tramo del pasillo como si tal cosa. Mi hermano, que estaba acostumbrado a verlo, se descojonaba de mi cara de susto.

Es una lástima que se haya echado novia tan joven. Y no porque la chica no merezca la pena —que es un encanto—, sino por lo que podría ligar. Con su palmito, esa mano izquierda que tan bien maneja y su cara de pena, podría ser el rey del mambo. Los hombres con cara de pena despiertan mucha ternura en las mujeres. Que se lo digan a su abuela —mi madre—, que está todo el día desviviéndose en darle caprichos para ver si se la alegra. 

Ese es Guille. Para mí El Súper. Le llamo así con frecuencia desde niño. Desde que le cantara "Superguilly, Superguilly" al ritmo de campeones y él me respondiera, con su lengua todavía de trapo, "Oe, oe, oe".
 


Paula (3)                                                   Página principal                                                    Jaime (5)

lunes, 30 de noviembre de 2020

Mi sobrina Paula (3 de 9)

REEDICIÓN (edición: 09/03/2014)
 




Comentaba un día su primo Joaquín que no sabía si estaba más orgulloso de ella por lo inteligente que era o por lo buena que estaba. Y así es. Paulita nos ha salido una morenaza lista, guapa, alta y bien plantada. La agudeza puede venirle perfectamente de sus progenitores, pero no así su estatura. En la familia de mi cuñado —el padre de la criatura— los hombres de la mía éramos considerados altos porque llegábamos al 1.75 y mi hermana —la madre— debe andar por 1.60. 

Desde su más tierna infancia mostró su temperamento. Su madre —allá cada cual con sus apreciaciones exageradas— hablaba claramente de mala leche. Además decía que la había heredado de ella, por lo que en ocasiones tenía complejo de corregirla. Recuerdo unas deliciosas vacaciones familiares que pasamos en Santa Pola. La niña debía andar por los dos años escasos. Fuimos de visita al puerto y, cuando decidimos volver, a ella le pareció que todavía no había llegado el momento de hacerlo. Alguien dijo: "Déjadla, que cuando vea que nos alejamos se acojonará". Y comenzamos a andar, mirando de reojo. Todavía estaría allí, con los brazos cruzados y el morrete torcido, si no hubiéramos vuelto a buscarla. 

Su madre —que siempre ha ejercido de responsable hermana mayor de nosotros siete— le imbuyó desde pequeña el amor a la familia hasta tal punto que, al acostarse por las noches, la cría le decía que prefería le contara historias de cuando éramos niños mejor que los cuentos tradicionales. Siempre me emocionó que, a pesar de vivir a más de 400 kilómetros, cuando venían no solo no nos extrañaba sino que se alegraba mucho de vernos. Tan bien dispuesta la encontramos que quisimos convertirla en depositaria de nuestras vivencias familiares para que no se perdieran en el olvido, pero no sé en qué momento debimos pasarnos un pelo y decidió que bueno estaba lo bueno pero hasta cierto punto. Y desde entonces andamos buscando infructuosamente otro sobrino que aguante nuestras batallitas sin descojonarse de nosotros. 

Mujer de principios, siempre ha huido de aprovecharse de su condición de hija única con padres sin demasiados problemas económicos para allanar el camino hacia sus objetivos. 

Con clara vocación por la medicina desde pequeña, se licenció, aprobó el MIR y actualmente está cumpliendo en un hospital de Madrid su ilusión de hacer la especialidad de intensivista.
 


María (2)                                                Página principal                                               Guillermo (4)

lunes, 23 de noviembre de 2020

Mi sobrina María (2 de 9)

REEDICIÓN (edición: 24/10/2013)

 




Quise que el primer hombre que le regalara unas flores en su vida fuera su padrino, pero llegaron tarde. Cuando llevaron el ramo a la clínica donde había nacido ya habían dado de alta a su madre, mi hermana. Unos años más tarde, con mis más optimistas expectativas sobre mi ahijada ampliamente superadas, apareció la tarjeta entre mis recuerdos:

 

Querida ahijada:
No había querido decirte nada hasta ahora, porque eras demasiado pequeña para comprenderme; pero han pasado ya tres días desde tu nacimiento y como intuyo que eres aguda, creo que ya va siendo hora de que alguien empiece a considerarte y hablarte como a una persona adulta.
Recibe en primer lugar mi felicitación por haber venido a este Mundo. Habrá muchos agoreros que se encargarán de decirte que es un Valle de Lágrimas, pero no les hagas caso. Tú eres la prueba más evidente de que no es así. 
Tienes todos los condicionamientos favorables para ser feliz. Aunque estemos hartos de decir que todos los recién nacidos sois iguales, pecará de falta de sensibilidad quien no se haya dado cuenta de lo guapa que eres y de lo mucho que prometes. Pero sobre todo has tenido suerte de nacer entre quienes has nacido. Conozco bien a las personas que van a rodearte y, aunque tienen sus cosillas, te puedo asegurar que merecen la pena. Ya irás conociéndolas tú también.
Confío en que tus padres sepan estar a la altura de las circunstancias. Estoy seguro de que van a quererte casi tanto como yo y de que buena voluntad no va a faltarles, pero no sé si sabrán apreciar y tratar el diamante que Dios ha puesto en sus manos. De todas formas no te preocupes, porque pienso vigilarles de cerca. Espero que el error más grande que cometan contigo sea la elección de tu padrino. Supongo que podrás perdonarles algún día. 
Seguiremos en contacto.
En estos desconcertantes primeros momentos de tu vida, quiero testimoniarte con un beso muy especial lo orgulloso que me siento de ser...
Tu padrino.

Entre las muchas cualidades que adoro de María sobresale una que las preside a todas: su naturalidad. Posee el cada vez más anormal don de ser normal. No tiene doblez. Va siempre de cara. La llamamos, como  Gila a su abuela, la espontánea. Como además es  buena  por encima de todas las cosas, nunca ofende. El día que me diga que estoy viejo y chocheo, como sabré que estará haciéndolo con la mejor intención y desde su buen criterio, le daré las gracias y me lo haré mirar. Por el momento estoy tratando de disimular, para ver si puedo seguir engañándola todavía durante algún tiempo.

Un día de los muchos en que observo a mi ahijada con la autocomplacencia de ser su padrino, se me ocurrió mirar a su alrededor y me di cuenta de mi falta de originalidad. No vi  más que sonrisas de satisfacción y felicidad. Unos padres orgullosos babeaban ante su sola presencia. Un marido enamorado trataba de compensar sus desvelos (consiguiéndolo), colmándola de atenciones. Un hermano prendado desplegaba sus alas protectoras, sin darse cuenta  de que por encima estaban las de ella procurando que nadie se aprovechara más de la cuenta de la generosidad de su tatico. Y unas abuelas embelesadas. Y unos tíos encantados. Y unos primos ganados. Y unos amigos conquistados.

Pero  todavía guardaba lo mejor de sí misma para alguien que estaba por llegar y ya ha venido: Ariadna. Pudiéndola traer al mundo con cuatro kilos y trescientos gramos, para qué iba a andarse con mariconadas. El otro día la bautizamos y, visto su desarrollo, hasta el último momento  estuvimos dudando si aprovechar para darle también la primera comunión. Un tesoro para la familia. La hija más afortunada para  la  más  grande de las madres.

Siempre ha sido la  primera en apuntarse a una juerga, pero también la primera en tirar del carro familiar en los momentos amargos.

Así es María. Mi entrañable ahijada. La hija que me hubiese gustado tener si algún día hubiera tenido una hija.

 

Joaquín (1)                                                  Página principal                                                  Paula (3) 

domingo, 15 de noviembre de 2020

Entre la vida y la muerte


ENLACE

 

La madre de  Juan fue una joven que, abandonada a su suerte por su acomodada familia por haberlo  concebido  fuera del matrimonio, dedicó su vida al único objetivo de que a su hijo no le faltase de nada. Cuando se hizo mayor y dejó de serle necesaria, la ingresó en una residencia y no volvió a verla hasta el día de su entierro.

El único calor familiar que recibió la anciana en los últimos años de su vida fue el de Pilar, la mujer de Juan, que iba a verla todos los días. Diríase que la hija era ella, además de una inmejorable y comprensiva  esposa  capaz de perdonar a su marido todas  sus infidelidades y desprecios.  

Cuando se encontró entre la vida y la muerte, una conciencia desconocida  hasta entonces le  impidió dar el visto bueno al repaso de su vida que pasó por su mente en unos instantes. Al darse cuenta de que había entrado al túnel del que tantas veces había oído hablar, se hizo el firme propósito de luchar contra ese estado de placidez que estaba invitándole a traspasar serenamente la luz que había al fondo. Aunque por su difunta madre ya era  demasiado tarde  para rectificar, necesitaba regresar a la vida para tratar de compensar a su mujer por lo mucho que le debía. Fue en ese momento cuando vislumbró,  agitándose en medio de la luminosidad, los brazos de quien le había traído al mundo. Estaba ofreciéndole su abrazo de bienvenida.

 

CONTINUARÁ…