Diccionario en clave de humor (54) |
Pondré en conocimiento de Vuecencia que me llamo Pascual López Jiménez, de oficios varios y una sola afición. Ya en la mili me dijo un sargento que como tuviera en la vida tan buena puntería como con las armas iba a ser padre de familia numerosa. Y en esas estamos. En un permiso dejé preñada a la Pili, mi novia de entonces. El capitán tuvo a bien darme otra semana para legalizar la situación. Cuando nació mi Pascualillo, el 20 de marzo de 1972, ya me había licenciado. Por aquello de una sola afición que decía al principio, antes de un año ya éramos cinco de familia, porque el día de San Valentín de 1973 Dios bendijo nuestro matrimonio con dos preciosas niñas: Pilar como su madre y Carmen como la mía. Pretendiendo que no se apagara la llama de nuestro amor, me empeñé en que no terminara el año sin haber sido padres de nuevo y así fue cómo, en día tan señalado como el de Navidad, vino al mundo Jesús, que heredó su nombre del Niño con mayúscula que también acababa de nacer y de su abuelo materno. El quinto no fuimos a buscarlo, pero vino igualmente. Nos lo trajeron los Reyes en su día de 1975 y, como no nos gustaba Epifanio, le pusimos Antonio por mi padre, por mi abuelo, por los muchos más Antonios que ha habido en mi familia y por San Antonio, a quien tanta devoción le tenía mi abuela. Mi mejor amigo tuvo a bien apadrinarnos el que nació para Todos los Santos del mismo año y le correspondimos llamándole Juan, que es su nombre. Pedro y Elena vinieron juntos en el día del Pilar de 1976. Heredaron la onomástica de dos miembros ya fallecidos de ambas familias, a los que se les tenía especial aprecio. La operación de apendicitis de mi mujer hizo que remoloneáramos un poco y estuviésemos más de catorce meses sin tener hijos. Fue el 28 de diciembre de 1977 cuando nació José, el noveno, al que llamamos así por ser el primer nombre sencillo que se nos ocurrió para evitarle Inocencio, que quería ponerle el mangonero del cura que lo bautizó por aprovechar el santo del día. Tan solo unas semanas después me dio un jamacuco, que se suponía pasajero pero de cuyas consecuencias no he vuelto a ser el mismo. Empecé perdiendo el apetito —se sobrentiende que el de alimentos— y terminé tan mal de la cabeza como hoy me encuentro, hasta el punto de dejar de controlar las fechas de nacimiento y los nombres de mis hijos posteriores. Fue entonces cuando metieron mano en el asunto las alcahuetas de las amigas de mi mujer, resultando que actualmente soy padre de unos cuantos hijos más, con unos nombres tan horteras como de rebuscada pronunciación e imposible localización en el santoral. Sin antecedentes familiares, ni siquiera locales, han entrado a formar parte de la prole —desconozco en qué orden y con qué fechas— Jessica, Jennifer, Elizabeth, Jonathan, Christopher, Bryan, etc., por supuesto con los apellidos López y García.
Y en esta situación me hallo, dejado de la mano del Altísimo y de toda su cohorte celestial. Hace dos meses nació nuestro último hijo, por el momento. Me preguntó mi mujer si sabía el número que hacía y por no reconocerle que había perdido la cuenta le respondí que el enésimo. Como resulta que está un poco sorda, acabo de enterarme de que le sonó bien y le hemos llamado Onésimo. El nombre no me gusta, pero por lo menos sé que se lee como se escribe y que su santo es el 16 de febrero.