Hace
algún tiempo leí en el perfil del facebook de un sobrino mío que se consideraba
ateo. Unos cuantos años atrás me hubiera preocupado, incluso me hubiese
planteado hablar con él; sin embargo me sorprendí a mí mismo pensando: “ahí tú, con dos pelotas”. Lo que
recogía esa frase era mi admiración por un chaval de catorce años, que había
tenido la valentía (desde mi punto de vista, porque él lo habría hecho con la
mayor naturalidad) de plantearse una cuestión que, en muchas ocasiones, los de
mi generación no nos hemos atrevido a abordar en edades mucho más avanzadas,
incluso en toda nuestra vida. Al mismo tiempo sentí orgullo por el cambio en el
grado de tolerancia de las gentes de un país que, tiempo atrás, se hubieran
rasgado las vestiduras en situaciones como ésta. También satisfacción, por
haber participado personalmente de esa evolución. Se acabaron los redentores. El que quiera predicar, que lo haga con el
ejemplo.
La
verdad es que el modelo que reciben los jóvenes de quienes teóricamente somos
creyentes, no resulta atractivo en absoluto. Y no me refiero sólo a la relación
que mantenemos con la Iglesia, institución sobre la que muchos coincidimos en
que deja bastante que desear, sino también a la puesta en práctica de nuestra supuesta
fe cuando nos relacionamos con los demás.
Tampoco
en la teoría andamos demasiado convincentes. Utilizar como argumento de la
existencia de Dios que personas muy preparadas creen en Él, sirve de la misma
forma para defender la postura contraria. Decir que la vida carece de sentido
si no hay nada después de la muerte, más parece la manifestación de un deseo
que la aportación de una prueba. Basarlo todo en que hay que tener fe, no vale
de nada para quien no la tiene.
Creer
o no creer. Las dos posturas son respetables. Espero que incluso también lo sea la de nadar entre las dos aguas sin
terminar de definirse.