Aunque las
generalizaciones sean injustas, el sabio refranero viene a decir que “Quien
presta dinero a un amigo, pierde el dinero y pierde el amigo”. Algo
sabrá.
El trastorno que le va a ocasionar no
poder disponer de ese dinero en este momento, es desproporcionado en relación
con la cantidad que necesita. Dentro de tres meses lo tendrá de sobra, pero
entonces ya será demasiado tarde. Su banco de toda la vida le ha dejado tirado.
Trata de disimular, pero se le ve desquiciado. Te has dado cuenta de
que en poco tiempo su aspecto ha desmejorado. Va adquiriendo consistencia la
idea que hace unos días te pasó fugazmente por la cabeza. No lo consideras tu
mejor amigo, pero os tenéis verdadero aprecio y te ofrece absoluta confianza. Piensas
que él haría lo mismo por ti y te recriminas no haber dado el paso antes.
Al principio se niega en redondo. Hasta parece preocuparle que hayas podido llegar a pensar que te ha contado
su problema para que le dejaras tú el dinero. Le explicas que para ti no va a suponer
un trastorno. Al final, terminas convenciéndole. Se ofrece a pagarte unos elevados
intereses, pero se disculpa al darse cuenta de que te ha ofendido. Recalca que la
deuda la solventará en tres meses, pero que el favor lo recordará toda la vida.
Tú le quitas importancia, diciéndole que “hoy
por ti mañana por mí”.
No te habías dado cuenta de que habían
pasado tres días sobre el que habíais pactado para el pago, pero te alegras de
que te llame. No te supone un problema el retraso, pero las formas son las
formas. Aceptas sus explicaciones, quitándole importancia al hecho de que se
vaya a demorar un mes. Lo que ya no te gusta tanto es que a la media hora
vuelva a llamarte, para preguntarte si puedes dejarle un poco más de dinero con
el que seguir tirando hasta que cobre. Te fastidia que vaya familiarizándose
con la situación, pero aceptas.

Esta vez sí que estás pendiente de la
fecha. Cuando llega te obligas a darle un margen de una semana, pero en cuanto ha
transcurrido te pones en contacto con él. Se deshace en disculpas. Casualmente, acaban de llamarle hace unos minutos. Tendrás que esperar otro mes. Dos en el peor de los casos,
porque para esas fechas ya dispondrá de otro dinero y podría liquidarte aunque
siguiera sin cobrar. Te pones serio y le dices que hasta entonces puedes
esperar, pero no más. Intuyes que se queda con las ganas de volver a pedirte
dinero, pero que no se ha atrevido al ver tu cambio de actitud.
Han transcurrido los dos meses y cuatro
más. Estos últimos los añadió llorándote por un asunto familiar grave, del que
ya tenías noticia. Aunque no veías la relación entre el suceso y el
incumplimiento, preferiste no correr el riesgo de pecar de insensible. Alguien
te dijo hace unos días que se lo había encontrado. Su aspecto no tenía nada de
afligido, acababa de volver de unas buenas vacaciones e incluso había cambiado
de coche. Desde entonces estás tratando de hablar con él, pero no te coge el
teléfono hasta que decides llamarle desde un número que no relacione contigo.
Al ver que ya no va a seguir colando el cuento de la lástima, se pone chulo. Ni
a ti ni a nadie va a consentir que le diga dónde tiene que irse de vacaciones,
ni cuándo tiene que cambiarse el coche. La conversación sube de tono. Termina
diciéndote que no te pongas tonto, porque ni siquiera tomaste la precaución de hacerle firmar un documento
reconociendo el dinero que le dejaste.
Dentro de tres días es el juicio. Tu
abogado te ha dicho que te olvides de una deuda que no aparece reflejada en
ningún sitio. Su defensa va a
centrarse exclusivamente en tratar de que tengas que pagarle la menor indemnización
posible por haberle partido la cara.